“Nos matan en junio y nos dicen que celebremos: ¡basta de orgullo sin justicia!”
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Por: Alí Santos y Eliecer López, corresponsales de Antorcha Estéreo.

Junio es oficialmente el mes del Orgullo LGBTIQ+, pero en Colombia y en muchos países de América Latina lo que se conmemora, más que una victoria, es una herida abierta. Mientras el marketing corporativo pone banderas arcoíris en sus vitrinas y los gobiernos sacan comunicados “inclusivos”, en las calles de barrios, veredas y territorios en disputa, las personas diversas siguen siendo agredidas, silenciadas y asesinadas. Junio se ha vuelto el mes donde los homofóbicos actúan con más fuerza, como si cada expresión de orgullo fuera una provocación, como si ser diferente aún fuera una sentencia de muerte.

Este fenómeno no es anecdótico. Es estructural. En pleno siglo 21, la discriminación, la homofobia y los crímenes de odio persisten como cicatrices sangrantes en el cuerpo social de Colombia. Lo que debería ser un mes de celebración de la diversidad se convierte en una temporada de luto para cientos de familias y comunidades. Mientras se pintan pasos peatonales de colores en las capitales, en los territorios rurales, en las comunas populares, el desprecio y la violencia campean sin castigo.

Según Caribe Afirmativo, una de las organizaciones más serias en el seguimiento a violencias contra personas LGBTIQ+ en Colombia, en 2024 fueron asesinadas 164 personas LGBTIQ+, lo que significa un homicidio cada 55 horas. Para 2025, las cifras no mejoran: hasta el 29 de junio, 30 personas de la comunidad ya han sido asesinadas, y lo más alarmante es que el 63 % de estos casos siguen en la impunidad (Caribe Afirmativo, 2025). Y si nos fijamos solo en enero de este año, 13 personas LGBTIQ+ fueron asesinadas, comparado con 5 en el mismo mes del año anterior. Es decir, un incremento de más del 150 %. Esta violencia no es casual ni espontánea: se trata de una forma de disciplinamiento social por parte de sectores conservadores, de bandas delincuenciales, de agentes del Estado, y también dolorosamente de vecinos, familiares y conocidos.

Pero la homofobia en Colombia no está aislada del resto de América Latina. Según la red regional Sin Violencia LGBTI, que agrupa organizaciones de 10 países, en 2024 se reportaron 361 homicidios de personas LGBTIQ+ en América Latina, de los cuales Colombia encabezó la lista con 175 casos, es decir, casi la mitad del total regional. Este dato ubica al país como uno de los más peligrosos para la comunidad diversa. Y en lo que va de 2025, ya se han confirmado 45 homicidios en Colombia, de los cuales 19 eran personas trans —quienes, según todos los observatorios, son las más expuestas a la exclusión, pobreza, desempleo, y violencia física e institucional.

La pregunta es inevitable: ¿cómo es posible que en tiempos donde se habla de inclusión y derechos humanos sigan ocurriendo estos crímenes? La respuesta no es solo cultural ni moral: es política. La homofobia es funcional al sistema capitalista, patriarcal y clasista que necesita de cuerpos normados, obedientes y productivos. Todo lo que se sale de ese molde las sexualidades diversas, las identidades trans, las disidencias sexuales es visto como amenaza al “orden”. Además, Colombia vive una profunda crisis de justicia: la impunidad es norma. Según datos de Caribe Afirmativo, solo el 9 % de los casos de asesinatos de personas LGBTIQ+ llegan a juicio y obtienen condena. Eso quiere decir que el Estado no protege, no investiga, y en muchos casos, es cómplice por omisión o por acción directa (como ocurre con la Policía, en casos de violencia institucional contra personas trans en calles, centros de detención y espacios públicos).

También hay que decirlo claro: sectores religiosos ultraconservadores, políticos de extrema derecha y algunos medios de comunicación contribuyen con discursos de odio, legitimando simbólicamente la violencia. La homofobia no solo se expresa con cuchillos o balas; también se expresa con púlpitos, micrófonos y decisiones legislativas. No basta con exigir leyes. Es urgente construir una respuesta política y revolucionaria, desde abajo, desde el pueblo, que no vea a las personas LGBTIQ+ como una “minoría vulnerable” sino como sujetos activos en la construcción del poder popular. Por eso hay que crear comités populares de defensa de la vida diversa en barrios, comunas y veredas, articulados a procesos comunitarios, feministas y juveniles.

Reformar radicalmente el aparato judicial y policial, con enfoque de género y control popular, para investigar y castigar los crímenes de odio. Fortalecer la educación pública con perspectiva crítica, no punitiva ni moralista, que enseñe sobre diversidad sexual desde la infancia. Incluir liderazgos LGBTIQ+ en todos los niveles del poder popular: juntas de acción comunal, asambleas barriales, sindicatos, procesos insurgentes. Descolonizar el lenguaje, la cultura y las prácticas sociales para romper con siglos de opresión patriarcal, cristiano-moralista y machista.

Junio, mes del Orgullo, es también el mes donde enterramos a más personas LGBTIQ+. Esa es la dolorosa contradicción de nuestro tiempo. La vida diversa sigue siendo perseguida, mutilada, silenciada. Pero también sigue siendo resistencia, alegría, comunidad y potencia. Desde una visión revolucionaria, no hay liberación posible sin los cuerpos diversos, sin las identidades disidentes, sin las existencias que desafían el binarismo, la heteronorma y el sistema de muerte. El amor de clase, como práctica política, exige reconocer que toda vida oprimida es parte del sujeto colectivo de transformación. Y en esa transformación, la comunidad LGBTIQ+ no es aliada externa ni invitada de piedra: es corazón y nervio del poder popular que necesitamos para refundar esta sociedad podrida desde sus cimientos.


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