
Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha Estéreo.
Colombia atraviesa un nuevo pico de violencia. En las últimas semanas se han reportado asesinatos de líderes sociales, masacres, desplazamientos forzados y operaciones represivas en zonas rurales y populares. El doble discurso oficial que pregona paz por un lado y militarización por el otro, solo sirve para mantener el poder de unos pocos. El Estado, bajo dirección de la oligarquía, despliega toda su fuerza para contener a una sociedad que exige derechos básicos: salud, vivienda, educación, trabajo y, sobre todo, paz.
Violencia estructural: el origen
Este aumento de violencia no surge por factores aislados, sino por un patrón histórico donde la pobreza, la desigualdad y la monopolización de la tierra han sido el motor de conflictos desde “La Violencia” de los años 40–60. La élite oligarca y terrateniente recurrió siempre a masacres, desplazamientos y paramilitarismo para sostener sus privilegios. Hoy, esas mismas élites, amparadas por reformas neoliberales y represión estatal, deslegitiman la lucha popular y criminalizan la protesta.
La oligarquía ha consolidado una maquinaria política que asegura impunidad para sus crímenes mientras persigue y elimina a la oposición. La “autoamnistía” propuesta por Álvaro Uribe pretende borrar responsabilidades estatales en genocidios y masacres, pero solo perpetúa el terror institucional. El aparato represivo del Estado sigue operando como instrumento de poder: ejecuciones extrajudiciales, inteligencia securitizada y represión selectiva de líderes populares que levantan la voz.
La vía electoral ya no es opción: el mecanismo está podrido, plagado de clientelismo, paramilitarismo e intimidación. Cada contienda se sabe diseñada para asegurar gobiernos serviles a los intereses del establecimiento, como el de Petro. Mientras las mayorías mueren de hambre, votan por el menos peor o se abstienen, las reformas fundamentales quedan bloqueadas. La reforma agraria, laboral y rural nunca avanzan realmente. Así, se mantiene un orden que impide cambios de fondo.
Frente al cierre de las vías legales, la resistencia se asoma en las armas del pueblo. No es una opción elegida por gusto, sino forzada por un régimen que no permite otra salida. Desde su surgimiento, el ELN denunció la violencia estatal como causa, no efecto, de la guerra. El poder no dialoga sin amenazas: persigue líderes, reprime protestas, promueve el paramilitarismo reciclado y sabotea cualquier intento de paz con justicia social.
La oligarquía no solo domina la economía; controla las instituciones. Desde el poder ejecutivo hasta sus alianzas con ejércitos privados, ha dispuesto la violencia como herramienta para aplastar las demandas populares. Ha promovido reformas neoliberales que profundizan la miseria y han boicoteado los procesos de paz. El resultado es un país donde persiste la violencia estructural, donde la guerra sigue encendida por falta de transformaciones reales.
La resistencia popular sigue
Frente a un régimen que persigue y margina a quienes piden justicia, la sociedad no puede permanecer indiferente. Sea desde los barrios, los campos, los sindicatos, las universidades o las armas: la resistencia es legítima cuando el Estado se comporta como terrorista. En cada acción política, en cada manifestación, en cada forma de organización, debemos confrontar a la oligarquía y al militarismo con fuerza y convicción.
No hay tregua para el cambio. No es un homenaje a la guerra, sino un reconocimiento de que, mientras el Estado terrorista no desmonte sus estructuras violentas, la resistencia popular, armada o no, es la respuesta. Solo con la participación organizada, la movilización constante y la lucha popular activa podremos romper el círculo genocida, pues Solo el pueblo salva al pueblo.