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Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha.

El 2 de octubre de 2025, se firmó en la cárcel La Picota de Bogotá un acuerdo entre las bandas delincuenciales «Los Pepes» y «Los Costeños». Este pacto busca disminuir la violencia en Barranquilla, ciudad profundamente marcada por la criminalidad. Aunque la perspectiva de paz pueda sonar esperanzadora, la naturaleza del acuerdo y los actores involucrados ofrecen razones sustanciales para la crítica.

Contexto del Acuerdo

Barranquilla ha sido escenario de un alarmante aumento de homicidios y extorsiones en los últimos años. En 2024, se registraron 487 homicidios, la cifra más alta en dos décadas, lo que refleja la crisis de seguridad que enfrenta la ciudad. Según informes, las extorsiones aumentaron un 458 % en tres años. Estos datos han llevado al gobierno de Gustavo Petro a buscar soluciones con los mismos protagonistas de la violencia.

El acuerdo firmado establece una tregua temporal que durará hasta el 20 de enero de 2026. Sin embargo, lo cuestionable radica en que los jefes de estas bandas, Digno Palomino y Jorge Eliécer Díaz Collazos, firman desde detrás de las rejas, sin que sus acciones sean realmente representativas del orden que podrían establecer en las calles de Barranquilla. Además, no se han implementado mecanismos de control que aseguren la efectividad de este pacto. Como han señalado diferentes críticos, la clara falta de planes de verificación deja aún más vulnerables a las comunidades afectadas.

La aceptación de bandas criminales como actores legítimos en el proceso de paz plantea un desafío ético y político significativo. Por un lado, el presidente Petro otorga un reconocimiento sociojurídico a grupos que han sembrado el terror en la ciudad. Esta acción contradice el principio de mantener un estado de derecho que proteja a los ciudadanos y, en cambio, abre la puerta a la impunidad.

Es irónico que mientras el gobierno negocia con estos grupos, se bloquea el diálogo con el Ejército de Liberación Nacional, que ha mostrado coherencia política y un deseo genuino de alcanzar la paz. Esta contradicción en las prioridades estatales resalta la falta de una estrategia clara y universal para abordar las raíces de la violencia en Colombia.

Barranquilla se encuentra en un momento crítico donde el reconocimiento y la participación comunitaria son fundamentales. La paz no puede surgir de paces negociadas en pasillos oscuros, sino de un proceso que involucre a la población. En este sentido, el ELN ha propuesto una construcción de paz que incluye al pueblo en la toma de decisiones, un enfoque que debería ser valorado y considerado.

Los diálogos de paz urbana en Barranquilla, aunque disfracen sus intenciones bajo un manto de esperanza, deben ser observados con una mirada crítica. La lucha contra la violencia y la impunidad requiere un compromiso real con las comunidades y un diálogo inclusivo con todos los actores sociales, en lugar de optar por soluciones que, en última instancia, pueden perpetuar el ciclo de agresión y desconfianza.

La voz del pueblo debe ser el pilar fundamental en la construcción de la paz, porque solo así se puede confiar en que los compromisos adquiridos repercutan en una verdadera transformación social. Barranquilla merece más que solo treguas temporales; merece una paz real y construida desde sus propios cimientos.


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