Amenazan a quienes denuncian: el precio de la verdad en Cúcuta
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Por: Lenin Santos, corresponsal de Antorcha.

En Cúcuta las amenazas son abiertas, descaradas, como si la vida humana hubiese perdido todo valor. Los líderes de la Mesa de Participación Efectiva de Víctimas han denunciado en los últimos días una ola de intimidaciones que va desde mensajes amenazantes hasta intentos de secuestro. Lisbeth Díaz, representante de víctimas de desplazamiento forzado, logró escapar por poco de ser raptada en una carretera entre Sardinata y la Ye de Astilleros. Otros compañeros recibieron mensajes de muerte durante reuniones oficiales, mientras hombres desconocidos merodeaban los espacios donde se discuten las heridas abiertas del conflicto. Todo esto en una ciudad que alardea de tener presencia militar y «seguridad» en cada esquina.

Detrás de cada amenaza hay una estructura de poder que no teme mostrar los dientes. Las víctimas que llegaron huyendo de la guerra en el campo hoy son perseguidas en la ciudad. El enemigo cambió de rostro, pero conserva la misma esencia: el control del miedo. Lo que ocurre en Cúcuta no es un hecho aislado, sino una expresión más de la violencia política y económica que se ha reciclado bajo la apariencia de legalidad. Las denuncias de los líderes sobre corrupción, estafas y violaciones a los derechos de desplazados golpean directamente los intereses de quienes hacen negocio con la miseria. Y es allí donde se activa el mecanismo del silenciamiento, la amenaza como advertencia, la bala como castigo.

El Estado, una vez más, se muestra ausente o cómplice. Las rutas de protección de la unidad nacional de protección son simples papeles sellados que no detienen las motos que siguen a los líderes ni los mensajes que anuncian la muerte. Se anuncia el aumento de un vigilante sin arma, se promete una reunión con las autoridades, pero nadie se atreve a señalar a los responsables. Mientras tanto, los paras-victimarios se mueven con impunidad, sabiendo que el poder local depende de ellos, que el miedo es su mejor herramienta de gobierno. La militarización de las calles no protege a los pobres, solo asegura el control social y la defensa del orden de terror.

Estas amenazas son un síntoma del fracaso de la paz institucional. No se puede hablar de reconciliación mientras los que denuncian injusticias deben esconderse o huir. Los procesos de participación se convierten en trampas cuando exponen a los líderes sin garantizar su seguridad. El discurso oficial de “garantías” y “rutas de atención” se cae frente a la realidad: la vida sigue siendo vulnerable cuando se enfrenta al poder. En Cúcuta, las víctimas siguen siendo botín, los líderes siguen siendo blancos, y el Estado sigue siendo un espectador que llega tarde o no llega.

Pero el pueblo no olvida. Cada amenaza refuerza la convicción de que la lucha por la dignidad no puede depender de la voluntad de los poderosos. Los líderes sociales encarnan la resistencia viva de un país que no se resigna, en ellos habita la memoria de los caídos y la esperanza de los que aún caminan. Si los quieren silenciar, es porque su voz sigue siendo peligrosa, porque su palabra nombra lo que el sistema quiere ocultar. El coraje de las víctimas vuelve a recordarnos que la paz verdadera no se decreta, se conquista, día a día, desde abajo, con la fuerza de quienes ya no tienen nada que perder y todo un pueblo por ganar.


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