Editorial revista Insurrección Nº 610
El 5 diciembre se cumplen dos meses de ocurrida la Masacre de Llorente en Tumaco. El fuego de 44 fusiles del Ejército y la Policía dispararon contra los campesinos e indígenas de esta zona del Pacífico que protestaban por la erradicación forzada de cultivos de uso ilícito. El resultado es trágico: 9 personas asesinadas y más de 50 heridos por agentes que, se supone, deben velar por la seguridad de todos los colombianos.
Pasados los hechos, desde los altos mandos de las Fuerzas Militares, el Ministro de Defensa; hasta el vicepresidente y el mismo presidente Santos, se mantuvieron negando su responsabilidad durante una semana. Sin embargo, ante los testimonios de los sobrevivientes, la presión de las misiones humanitarias y la comunidad internacional; El gobierno tuvo que reconocer a regañadientes su compromiso en tan graves hechos. Pese a ello, la Fiscalía guarda un silencio sepulcral respecto a los avances de la investigación, tampoco hay un pedido de perdón, ni garantías de no repetición. Lo anterior se evidencia con los hechos posteriores a la masacre. Jair Cortés y Luz Yeni Montaño ambos líderes sociales del lugar fueron asesinados. La tan anunciada Paz aún no ha llegado a Tumaco.
Resulta complejo conocer toda la verdad de los hechos cuando hemos sido testigos de las artimañas del Estado por ocultar las pruebas que los comprometen. Pese a que Medicina Legal aseguró que los campesinos murieron impactados por proyectiles de “alta velocidad”, las Fuerzas Militares quisieron librarse de su responsabilidad asegurando que habían sido atacados por disidentes de FARC con tatucos y cilindros, versión descartada por la Defensoría del Pueblo quien informó que no había encontrado rastros de este tipo de artefactos en la zona. Por otra parte, una comisión humanitaria integrada por la ONU, Mapp-OEA, autoridades departamentales, periodistas y defensores de Derechos Humanos fue atacada por la policía y no le permitieron el acceso al lugar de la masacre; Situación que confirmaba la denuncia de organizaciones campesinas que aseguraron la alteración de la escena del crimen. Se desata mayor sospecha cuando la Fiscalía General de La Nación –ágil en crear falsos positivos judiciales- no se ha vuelto a pronunciar al respecto. El silencio y el paso del tiempo están ayudando a que se establezcan los cimientos de un nuevo caso de impunidad.
Este curso de hechos trágicos es una síntesis de la crisis social y humanitaria a la que históricamente han sido sometidos indígenas, negros y campesinos habitantes de este municipio. Según el último informe del CINEP sólo durante el primer semestre de 2017 se registraron un total 482 victimizaciones de las cuales 83 ocurrieron el departamento de Nariño (17%). De las 83 victimizaciones ocurridas en Nariño, 63 (75%) tuvieron lugar en el municipio de Tumaco.
El Estado es el directo responsable de la persecución política en estos territorios. En su permanente ineficacia, las instituciones y los gobiernos de turno señalan a las poblaciones que han tenido que dedicarse a la siembra de coca, como actor enemigo y criminal, despojándoles de sus derechos económicos, sociales y culturales; dejándolos desprotegidos y a la incertidumbre del terror paramilitar que acecha a las comunidades y sus resistencias.
Lo que ocurre en el pacífico nariñense refleja la situación de persecución social y política que vive el país. La tragedia de comienzos de octubre es un hecho que demuestra la sistematicidad y el patrón con el que se persigue a la población, a movimientos y líderes sociales. Se concatena con hechos similares ocurridos en varias regiones del país durante meses anteriores del año; todo esto configura un genocidio en curso.
A pesar de los Acuerdos de La Habana, y el más reciente Cese Bilateral entre el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional, aumentaron la presencia y accionar del paramilitarismo; Además de la criminalización de la protesta. Un cinturón de injusticias agobia a estas comunidades que piden sin cesar, alivios humanitarios y cambios urgentes para beneficio común. Hacemos un llamado y nos comprometemos a trabajar por la implementación de los planes de sustitución diversificado de los cultivos de coca y la recuperación del territorio; además de garantías de protección y seguridad para el trabajo de los líderes sociales y defensores de derechos humanos.