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Por: Manuel Ríos, corresponsal de Antorcha.

Este martes 25 de noviembre marcó un punto de inflexión en la larga disputa por la verdad en Colombia. El Tribunal Superior de Antioquia condenó a Santiago Uribe Vélez, hermano del expresidente y jefe paramilitar Álvaro Uribe Vélez, a 340 meses de prisión —28 años— por su participación en el grupo paramilitar «Los 12 Apóstoles». El fallo revoca su absolución previa y se convierte en uno de los golpes judiciales más contundentes contra redes de poder que, durante décadas, alimentan la violencia y el silencio.

La sentencia establece que Santiago Uribe no fue un actor periférico, sino parte central en la formación, liderazgo y financiamiento de Los 12 Apóstoles, grupo paramilitar que actuó principalmente en la década de 1990 en el municipio de Yarumal y otras zonas del norte de Antioquia. Desde su finca “La Carolina”, espacio estratégico según múltiples testimonios, se habrían coordinado asesinatos selectivos, desapariciones, labores de “limpieza social” y vínculos con miembros de la Fuerza gubernamental. La condena recoge cargos por homicidio agravado, concierto para delinquir agravado y delitos de lesa humanidad, reconociendo la sistematicidad de las acciones del grupo y su impacto en poblaciones campesinas y urbanas. Para las víctimas, el fallo no sólo delimita responsabilidades: confirma lo que años de lucha, amenazas y denuncias buscaban demostrar.

El veredicto de 2025 revoca de manera definitiva la absolución emitida en 2024. El Tribunal Superior concluyó que los testimonios de exintegrantes del grupo, agentes estatales y sobrevivientes, sumados a registros históricos de los crímenes, permiten establecer responsabilidad penal directa. Esta decisión marca un precedente: demuestra que, incluso después de décadas, las estructuras paramilitares pueden ser investigadas y juzgadas cuando existe voluntad judicial. El fallo también remarca que los crímenes de lesa humanidad no prescriben, y que las conexiones entre élites económicas, políticas y armadas son materia de escrutinio legítimo. La justicia, aunque tardía, abre un camino para revisar otros casos que en el pasado quedaron archivados o distorsionados por intereses superiores.

Si bien la condena recae sobre Santiago Uribe Vélez, la sombra proyectada alcanza inevitablemente al expresidente Álvaro Uribe. La sentencia revive los cuestionamientos sobre la relación histórica entre su familia, sectores ganaderos de Antioquia y estructuras paramilitares. En un país donde los vínculos entre política y paramilitarismo son un tema delicado, este fallo podría catalizar discusiones más profundas sobre la responsabilidad de las élites en la guerra. Para el uribismo, la condena representa un desafío narrativo: pone en cuestión el discurso de persecución política y obliga a responder ante un fallo basado en pruebas y jurisprudencia.

La decisión judicial tiene un peso simbólico que supera el caso particular. Habla de un sistema que, pese a presiones y obstrucciones, puede revisar el pasado y sancionar a actores intocables. Para las víctimas, el fallo es una forma de reparación moral, un reconocimiento tardío pero contundente de que se puede actuar contra la impunidad paramilitar. Sin embargo, también es un recordatorio de lo que falta: verdad plena, reparación integral, desclasificación de archivos y la reconstrucción de la memoria colectiva frente a décadas de guerra sucia.

La condena a Santiago Uribe Vélez no debe quedarse en un titular. Es una oportunidad para que Colombia profundice procesos de investigación contra sectores que sostuvieron económica y políticamente el paramilitarismo. Los pueblos organizados necesitan una justicia que no sólo castigue individuos, sino que cuestione estructuras de poder. La memoria de las víctimas exige avanzar hacia una democratización real del Estado, con participación social, control ciudadano y ruptura definitiva con pactos de silencio. Sólo así, con verdad, organización y justicia transformadora, podrá nacer una Colombia distinta.


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