Cúcuta: donde el sicario cobra y el pueblo paga
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Por: Sara Duarte, corresponsal de Antorcha Estéreo.

Una mujer fue asesinada a plena luz del día este martes 10 de junio en un establecimiento comercial del barrio Niña Ceci, en la ciudadela Juan Atalaya de Cúcuta. La víctima, identificada como Lina Fernanda Guerrero, se encontraba viendo el partido de la Selección Colombia contra Argentina cuando fue abordada por un hombre armado que descendió de una motocicleta y le disparó en repetidas ocasiones.

El atacante, según testigos, vestía completamente de negro y actuó con rapidez. Tras cometer el crimen, huyó junto a una mujer que lo esperaba en una motocicleta GN negra. A pesar de que la víctima fue trasladada con vida al Policlínico de Atalaya, falleció minutos después debido a la gravedad de las heridas.
Las fuerzas gubernamentales desplegaron un plan candado en el sector y la Brigada Interinstitucional de Homicidios asumió la investigación. Hasta el momento no hay capturas ni se han revelado los móviles del asesinato. Sin embargo, fuentes policiales y comunitarias no descartan que se trate de un nuevo caso de sicariato.

El aumento silencioso de la violencia selectiva en Cúcuta

Con este crimen, Cúcuta suma una nueva víctima al largo historial de violencia que azota sus calles. La ciudad enfrenta una ola de asesinatos selectivos que, según cifras oficiales, ya se reportaron 250 homicidios por sicariato entre enero y principios de junio de 2025 un aumento del 2 % respecto al año anterior.

Según investigaciones de la Policía y organismos civiles como la Fundación Paz y Reconciliación (PARES), en Cúcuta y su zona rural operan al menos 25 grupos armados ilegales y bandas criminales, incluyendo organizaciones como el Clan del Golfo, disidencias de las FARC y estructuras transnacionales como el Tren de Aragua.

Estas bandas controlan corredores estratégicos del narcotráfico, la extorsión, el microtráfico, y ejercen dominio territorial en barrios vulnerables.

Corrupción, impunidad y alianzas oscuras del Estado

El poder de las bandas criminales que azotan Cúcuta no nace en el vacío ni se sostiene solo con el miedo. Por el contrario, se nutre de un entramado complejo donde confluyen estructuras armadas ilegales, corrupción institucional y alianzas políticas encubiertas.

Diversas investigaciones judiciales y reportes de organizaciones defensoras de derechos humanos han documentado cómo, durante años, los grupos paramilitares —especialmente las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC)— lograron infiltrar organismos estatales como la Policía, el Ejército, el extinto DAS y la Fiscalía, a través de una “nómina paralela” que financiaba sobornos y compraba impunidad. Incluso se han revelado casos en los que funcionarios judiciales de alto nivel y personal activo del Ejército colaboraron abiertamente con estas estructuras armadas.

Uno de los episodios más emblemáticos de esta connivencia fue el del exalcalde de Cúcuta, Ramiro Suárez Corzo, señalado desde 2007 por pactar con jefes paramilitares de las AUC a cambio de apoyo electoral, cargos públicos y protección frente a investigaciones judiciales. Aunque el caso fue ampliamente documentado, aún persisten dudas sobre la profundidad de las redes que tejió en la administración local.
Por otro lado, recientes informes de prensa publicados advierten que al menos 40 policías han sido desplazados y 10 capturados en lo que va de 2024 por sus vínculos con mafias locales. A cambio de pagos o favores, estos agentes habrían frenado operativos clave contra el microtráfico, el contrabando y otras actividades delictivas que financian a los grupos armados.

En este contexto, el Clan del Golfo —heredero directo del paramilitarismo y una de las estructuras criminales más poderosas del país— mantiene fuertes vínculos con actores uniformados y sectores políticos de la región. Su presencia en Cúcuta responde a una estrategia de expansión territorial con respaldo institucional, que le permite operar con un alto grado de impunidad.

Construir paz desde la participación popular y la justicia social

La verdadera salida a la violencia que consume a Cúcuta no reside en más represión ni en pactos ocultos entre el Estado y las bandas criminales como las FARC, el Clan del Golfo y más. Como pueblo tenemos en nuestras manos la posibilidad de marcar el rumbo, de definir las necesidades y exigir que el Estado deje de usar la violencia a través de grupos que responden a sus intereses y asuma su responsabilidad de garantizar soluciones reales.

La creación de espacios de poder popular son el verdadero motor de cambio social, porque permiten que la voz popular, organizada y fuerte, se convierta en la guía para diseñar políticas públicas que respondan a los anhelos de seguridad, justicia y dignidad.

La seguridad no es un privilegio para unos pocos, sino un derecho que debe ser garantizado para toda la población. Solo así, a través de la recuperación de la política como herramienta para la justicia social y la participación popular, Cúcuta podrá aspirar a una convivencia en paz, donde la voz del pueblo sea la que marque la agenda y se traduzca en acciones concretas para mejorar la vida de sus habitantes.
El asesinato de Lina Fernanda Guerrero no es un hecho aislado, sino el ejemplo brutal del sicariato que ha enraizado en Cúcuta. Corrupción, bandas criminales, actores estatales con anexos al crimen y pobreza estructural que forman un solo sistema violento.


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