Hacia las elecciones 2026: ¿Quién gana cuando matan al pueblo?
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Por: María Cristina Fernandez, corresponsal de Antorcha Estéreo

Mientras se aproxima la contienda del 2026, lo que está en juego no es solo quién gana las urnas, sino quién logra llegar vivo hasta ellas. Desde que empezó oficialmente el periodo preelectoral, el 8 de marzo, hasta el 8 de junio, 57 líderes políticos fueron atacados, amenazados o asesinados. El promedio es escalofriante: cada dos días alguien es blanco de violencia por hacer política. Y no se trata de grandes caudillos ni de figuras protegidas por escoltas: hablamos de liderazgos populares, de base, muchos sin respaldo institucional ni visibilidad mediática.

El dato lo aportó la Misión de Observación Electoral (MOE), pero en los territorios ya se sabía: hay zonas donde ser líder social, mujer que alza la voz, o joven que organiza, es prácticamente una sentencia de muerte.

¿Democracia con muertos?

No se puede hablar de elecciones libres cuando están matando a quienes quieren transformar las cosas desde abajo. Este no es un problema “de seguridad” como lo quieren presentar. Es una estrategia de poder: que el miedo le gane al voto, que el silencio le gane al debate, que la muerte sea el costo de participar.

Y no es nuevo. Ya lo vivimos en los 90, cuando los candidatos no podían recorrer territorios porque eran emboscados. Ahora se repite. En solo los primeros cuatro meses de 2025, hubo 34 asesinatos de líderes políticos. En todo 2024, fueron 265 hechos violentos contra líderes sociales y políticos. Y lo más grave: en la mayoría de los casos, nadie paga por eso. Los responsables están sueltos, protegidos por la impunidad.

Ser líder no debería costar la vida

De esos 57 casos recientes, 16 fueron mujeres. Y no es un dato menor. Porque cuando atacan a una lideresa, no solo quieren callarla a ella: quieren mandar un mensaje al resto de mujeres que luchan por su comunidad. A ellas las amenazan distinto, con lenguaje sexualizado, con ataques a sus hijos, con el peso machista de un poder que no soporta verlas al frente.

Además, esta violencia es territorial: donde el pueblo se organiza, el fuego aprieta. El Cauca, el Chocó Nariño, el Catatumbo… regiones históricamente abandonadas por el Estado, pero con una fuerza comunitaria que no se rinde. Justo ahí, donde la gente levanta procesos desde abajo, la violencia aparece como castigo y advertencia.

Si votar es peligroso, organizarse es urgente

No se trata solo de defender candidaturas. Se trata de no permitir que la política siga secuestrada por el miedo. Porque cuando se mata a un líder, se destruye una organización. Cuando se amenaza a una comunidad, se bloquea una voz colectiva. Cuando el pueblo no puede participar, lo que queda no es democracia, es teatro.

Y no hay poder popular posible si lo primero que tiene que hacer un líder es protegerse antes que organizar. No hay democracia real si no se puede caminar el barrio, ir a la vereda, convocar una asamblea sin que eso signifique jugarse la vida.

El poder popular no florece entre tumbas

Es impensable construir una democracia participativa en un país donde los liderazgos populares son silenciados con asesinatos, amenazas o el reclutamiento de menores. Retomar la política como espacio de construcción colectiva exige romper con la lógica bélica que hoy permea la contienda electoral.

Proponer la eliminación de la violencia de la política no es solo una necesidad sino una declaración de principios para una sociedad en la que, antes que votos, lo que brotan son cuerpos en el suelo.
Urge que el Estado garantice seguridad comunitaria y no de élites, que los medios visibilicen —sin márgenes— la violencia política, y que los partidos y movimientos entiendan que poder popular es eficacia colectiva, inclusión y paz. Sin eso, Colombia seguirá cobrando líderes, pero también perdiendo las esperanzas de su pueblo.


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