Acostumbrados a que la guerra de más de 50 años siempre se ha desenvuelto en la Colombia campesina y olvidada, las acciones militares en contra de la policía en Barranquilla y en Soledad han puesto de manifiesto que las ciudades también son escenario del conflicto armado que vivimos.
Se ha hecho normal que los medios difundan la muerte de campesinos y guerrilleros en lo profundo del Catatumbo, del Sur de Bolívar, de Arauca o de algún otro punto olvidado del mapa nacional al punto que una noticia de esas se confunde fácilmente con la nota de farándula del noticiero y la vida citadina sigue como si nada.
En televisión han desfilado los generales de la policía y de las fuerzas militares al lado de los ministros y el presidente, satisfechos y hasta sonrientes para anunciar la muerte de algún jefe guerrillero bajo toneladas de explosivos lanzados desde su moderna aviación de guerra. Dentro de su lógica y su doble rasero para medir los hechos, el uso de esos explosivos y la muerte de esos Colombianos está plenamente justificada y por eso su regocijo.
Ahora que son atacados en su propias guarniciones y sienten el rigor de la confrontación en una ciudad capital del perfil de Barranquilla, salen a desatar toda su rabia y a descalificar las acciones propias de la guerra, la misma que ellos agencian y desarrollan contra el pueblo.
La policía se ha especializado en las ciudades en manejar redes de delincuencia común y del narcotráfico asociados con el paramilitarismo, y a reprimir a diestra y siniestra a quienes tienen que rebuscarse la comida a diario en un andén o en una esquina vendiendo cualquier cachivache para llevar el pan a sus casas.
Papel central juega la inteligencia policial en las operaciones contrainsurgentes que desarrolla el Estado en contra del movimiento revolucionario; la policía no es pues un cuerpo civil armado como ahora pretenden mostrarlo algunos constructores de opinión, sino una fuerza represiva militarizada y comprometida en las operaciones ofensivas y de inteligencia que desarrolla el enemigo.
Respetamos y cumplimos el Cese del Fuego Bilateral y Temporal a pesar de que las operaciones de asedio y ataque a unidades guerrilleras no cesó por parte de las fuerzas gubernamentales, y que los compromisos del Estado en parar el asesinato de líderes sociales nunca se concretó, y muy por el contrario arreciaron los ataques y las muertes; era obvio que una vez culminado dicho cese las unidades urbanas y rurales del ELN estábamos en la obligación de responder a esas agresiones.
Encontrar salidas distintas a la crueldad de la guerra es uno de los propósitos de la Mesa instalada en Quito, la misma a la que ahora el gobierno se niega a volver, argumentando razones unilaterales y desconociendo lo firmado en temas de agenda, metodología y participación de la sociedad.
Negociar en medio del conflicto ha sido una lógica impuesta por el Estado, no por la guerrilla, y cambiarla requiere de acuerdos bilaterales que comprometan a las partes. El ELN ha planteado la disposición a pactar un nuevo y mejor cese del fuego y a que avance la agenda acordada que nos debe acercar a las transformaciones y los cambios urgentes hacia un nuevo país, donde sea real la construcción de la paz y el bienestar para los millones de colombianos excluidos por el modelo económico y las políticas de guerra del Estado.