No fue un error, fue política de Estado: Sobre la imputación de la JEP a seis exmilitares
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Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha Estéreo.

La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) imputó hace unos días los delitos de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes a seis exmilitares del Ejército Nacional por su participación en 22 casos de ejecuciones extrajudiciales en el departamento de Casanare. Estos crímenes, conocidos como falsos positivos, fueron cometidos entre 2005 y 2008, bajo el mando del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez y el teniente coronel Henry Hernando Acosta Pardo del Batallón de Infantería No. 44 Ramón Nonato Pérez.

Las víctimas fueron jóvenes campesinos, vendedores informales y personas empobrecidas, capturadas o engañadas con falsas promesas de empleo, y luego asesinadas para ser presentadas como “bajas en combate”. A varios de ellos se les colocó uniformes y armas luego de ser asesinados. La JEP determinó que las víctimas fueron torturadas antes de morir, en prácticas que reflejan una política militar sistemática de terror sobre la población civil. Todo esto, en nombre de una supuesta “lucha contra la subversión”.

Pero lo que ocurrió en Casanare no fue un hecho aislado. Según la Comisión de la Verdad, entre 2002 y 2008 se cometieron al menos 6.402 ejecuciones extrajudiciales en todo el país, en lo que el informe calificó como una “monstruosidad moral”. El Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) ha documentado más de 4.237 masacres, la mayoría cometidas por paramilitares, muchas veces en connivencia con las fuerzas armadas.

Además, se han registrado más de 80.000 personas desaparecidas forzadamente, una cifra que supera con creces la de las dictaduras del Cono Sur. La represión estatal ha golpeado con especial brutalidad a líderes sociales, indígenas, campesinos y jóvenes urbanos empobrecidos, considerados todos enemigos internos por una doctrina militar importada de la Escuela de las Américas, donde oficiales colombianos fueron entrenados por el ejército de los Estados Unidos.

Esta violencia sistemática del Estado no puede explicarse como errores aislados o como responsabilidad de unas cuantas “manzanas podridas”. Lo ocurrido en Casanare, y en tantas otras regiones de Colombia, responde a una doctrina militar clara, clasista y criminal, que concibe al pueblo como enemigo. El “enemigo interno” no es la guerrilla: son los pobres organizados, los defensores de la tierra, los estudiantes críticos, los sindicalistas, los que exigen salud, educación y dignidad.

El Estado colombiano —en lugar de proteger a su pueblo— ha desplegado una maquinaria represiva para defender los intereses de las élites económicas y el capital extranjero. La guerra ha sido una herramienta para el despojo, la concentración de tierras, y la dominación territorial. Mientras tanto, los muertos los pone el pueblo, y la impunidad la garantiza el poder.

Por eso, cuando la JEP imputa cargos a militares por tortura, no estamos ante un acto de justicia completa, sino ante un pequeño paso en un océano de impunidad. Es importante, sí, que se diga la verdad. Pero más importante aún es que se entienda que estos crímenes no fueron desviaciones del deber, sino la expresión más clara de una política estatal basada en el miedo, la violencia y el control social por la fuerza.

Desde los barrios hasta los campos, las víctimas del terrorismo de Estado han exigido por años verdad, justicia y reparación, no como una consigna vacía, sino como una forma concreta de resistir y sanar. Es hora de dejar de hablar de errores. Es hora de decirlo sin miedo: en Colombia hubo una política de exterminio contra su propio pueblo, y esa política sigue viva si no se desmonta el aparato de estatal y paraestatal guerra y muerte.
Construir la paz con justicia social no se trata solo de firmar acuerdos, sino de transformar las estructuras que convirtieron al Estado en el principal victimario. Solo con verdad, justicia social y cambios profundos, podrá garantizarse la tan anhelada paz.


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