COMPARTE

Por: Lenin Santos, corresponsal de Antorcha.

La reciente decisión de la Jurisdicción Especial para la Paz, que avala la investigación por el asesinato y desaparición forzada de 47 personas en Dabeiba e Ituango, no es simplemente un acto jurídico: es una herida abierta que vuelve a sangrar ante los ojos de un país que aún teme mirarse al espejo. Entre 2002 y 2006, mientras el régimen vendía ante el mundo su “seguridad democrática”, en los silencios de los montes antioqueños se sembraban cuerpos, se arrancaban identidades y se fabricaba la mentira macabra de los “enemigos dados de baja”. Hoy, esas víctimas regresan, ya no como cifras frías, sino como una verdad que exige romper definitivamente el pacto de silencio que sostuvo la guerra desde el poder.

El reconocimiento de la JEP, basado en pruebas sólidas y en el doloroso valor de testimonios de víctimas y comparecientes, desnuda una estructura criminal que no fue casual ni marginal. La determinación de imponer sanciones propias contra siete exmilitares demuestra que aquí no hubo simples “manzanas podridas”, como se intentó sostener durante años, sino una maquinaria institucional que operó con precisión para borrar vidas y justificar ascensos, recompensas y aplausos oficiales. En este proceso, la verdad es más que un acto judicial: es un acto de dignidad frente a décadas de negación.

Particularmente contundente es el cambio de atribución de responsabilidad contra el sargento viceprimero (r) Jaime Coral Trujillo y el sargento segundo (r) Fidel Iván Ochoa Blanco, pasando de la complicidad a la coautoría en homicidio en persona protegida y desaparición forzada. Este cambio no es un tecnicismo, es una verdad jurídica que reconoce lo que las comunidades han denunciado por años: que estos crímenes no fueron meros apoyos tácitos, sino participación directa, consciente y activa en la ejecución del horror. El aparato militar de la época funcionó como engranaje, y estos hombres fueron parte de la maquinaria que trituró vidas campesinas, inocentes, pobres y señaladas sin derecho a defensa.

Las 47 víctimas rescatadas del silencio del cementerio Las Mercedes de Dabeiba no aparecen solas: vienen acompañadas de los miles que en todo el país fueron convertidos en “falsos positivos”. La decisión de la JEP vuelve a poner el foco en la impunidad selectiva que durante décadas protegió a los altos mandos y a los responsables políticos de esa política de muerte. Cada cuerpo hallado, cada testimonio que se levanta, cada sanción que se reconoce, es un golpe directo a la narrativa oficial que intentó reducir a “errores” lo que fue una práctica sistemática.

Pero que el Estado reconozca estos crímenes en un tribunal no basta. Este país no puede seguir avanzando mientras parte de sus instituciones continúan presionando para que estos hechos sean minimizados, negados o reinterpretados. La verdad no puede ser solo un escenario judicial; debe ser la base de una transformación social profunda. Las comunidades de Dabeiba e Ituango han cargado con el peso del abandono, la estigmatización y la violencia durante generaciones. Hoy levantan la cabeza, no porque el Estado les haya devuelto plenamente la justicia, sino porque ellas mismas, con su persistencia, obligaron al Estado a rendir cuentas.

Y aquí es donde la pregunta esencial surge: ¿qué hacemos con esta verdad que duele pero que libera? El pueblo colombiano tiene ante sí una tarea histórica: convertir este reconocimiento en fuerza organizada para que nunca más un uniforme ni un decreto estatal se utilicen para encubrir asesinatos. Porque la justicia sin memoria es coartada, y la memoria sin movilización es solo lamento. Que el horror vivido en Dabeiba e Ituango no se quede en expedientes. Que sea el combustible para romper, de una vez por todas, con el orden de muerte impuesto desde arriba. Porque un país verdaderamente en paz no nace de la obediencia, sino de la insurgencia ética del pueblo que decide no permitir jamás que el Estado vuelva a desaparecer a sus hijos.


COMPARTE