
Por: Camilo Manrique Giraldo Builes, corresponsal de Antorcha.
Este 8 de noviembre, en el municipio de El Carmen de Viboral (Antioquia), tres personas fueron asesinadas dentro de un establecimiento comercial. Entre las víctimas se encontraba Andrés Giraldo, un joven líder social comprometido con los procesos comunitarios de su región. El crimen ocurrió a plena luz del día, bajo la mirada indiferente de un Estado que promete protección, pero permite que la muerte siga gobernando los territorios.
Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), con este hecho se eleva a 163 el número de líderes sociales asesinados en lo que va de 2025, además de 69 masacres registradas en distintas regiones del país. La mayoría de estos crímenes, señala el observatorio, se concentran en zonas donde los paramilitares del Clan del Golfo y otros grupos paramilitares ejercen control territorial. En teoría, Colombia vive bajo un “gobierno progresista”; en la práctica, el mapa del terror no ha cambiado.
Las declaraciones oficiales se repiten como un libreto gastado: recompensas, promesas de investigación y llamados a la ciudadanía. En el caso de El Carmen de Viboral, el gobernador de Antioquia ofreció hasta 500 millones de pesos por información que conduzca a los responsables. Pero detrás de estos anuncios mediáticos, el país continúa enterrando a sus líderes, uno tras otro, sin justicia ni verdad.
Lo que está ocurriendo no es una serie de hechos aislados, es una estrategia que da continuidad al terror estatal y paraestatal que busca silenciar a quienes defienden la tierra, el agua y la dignidad. En los territorios donde el Estado solo llega con el Ejército o con la policía, los paramilitares actúan como su sombra: «limpian» el terreno de voces críticas, de organizaciones campesinas, indígenas, afrodescendientes y populares que exigen transformaciones reales.
El discurso del “cambio” se ha convertido en una máscara, pues mientras el gobierno se presenta como alternativo y reformista, la estructura del poder dominante sigue intacta: la tierra continúa concentrada en pocas manos, los proyectos de las multinacionles avanzan por encima de los pueblos, y las comunidades que resisten son estigmatizadas o exterminadas. No hay reforma agraria, ni desmonte del paramilitarismo, ni una política integral de protección a los líderes sociales.
Cada asesinato de un líder es un mensaje político, no se permite soñar una Colombia distinta. La violencia contra quienes construyen paz desde abajo revela que el verdadero poder en el país no está en los palacios, sino en las alianzas entre el capital, el narcotráfico y las fuerzas represivas.
Hoy, más que nunca, Colombia necesita levantar la voz. No basta con lamentar las muertes, hay que combatir el sistema que las produce. El silencio y la indiferencia son cómplices del exterminio. Y mientras los poderosos hablan de progreso, los pueblos siguen contando a sus muertos.
