Paños de agua tibia: Reforma laboral y sus vacíos ante la crisis de la informalidad
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Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha Estéreo.

El Congreso aprueba, el pueblo resiste

En la última sesión del periodo legislativo, casi al filo de la medianoche del 20 de junio, el Senado de la República de Colombia aprobó lo que el Gobierno del presidente Gustavo Petro ha llamado una “reforma laboral histórica”. Con 59 votos a favor y 16 en contra, se dio luz verde a un texto de 70 artículos que fue intensamente debatido durante meses. En el campo de batalla legislativo, la derecha uribista —fiel defensora de la oligarquía empresarial— se opuso en bloque, intentando por todos los medios sabotear una reforma que busca restituir derechos elementales a las y los trabajadores colombianos.

La reforma había sido aprobada previamente en la Cámara de Representantes y, tras conciliarse ambas versiones, fue finalmente sancionada en el Senado. En palabras del Gobierno, el objetivo es garantizar el «trabajo digno», una consigna que se ha convertido en bandera para millones que viven bajo la precariedad del mercado laboral colombiano. Pero ¿qué contiene realmente esta reforma?, ¿a quién beneficia?, ¿y qué tan transformadora es en una economía que ha normalizado la informalidad, el rebusque y la explotación?

¿Qué cambia la reforma laboral?

La reforma recupera varios derechos fundamentales perdidos durante el periodo neoliberal más agresivo, liderado por Álvaro Uribe Vélez desde comienzos de los 2000. Durante ese tiempo, se flexibilizó el mercado laboral con la excusa de generar empleo, pero lo que se impuso fue la reducción de costos empresariales a costa de los ingresos obreros y la destrucción del sindicalismo.

Uno de los cambios más simbólicos de la nueva reforma es el restablecimiento del recargo nocturno desde las 7:00 p.m., y no desde las 9:00 p.m., como lo impuso Uribe en 2002. Esta decisión restituye parte del salario de millones de trabajadores que hoy laboran en horarios extendidos sin una remuneración justa. También se establece el pago del 100% por trabajo en domingos y festivos, lo que impacta directamente a quienes desempeñan funciones en servicios esenciales, ventas y vigilancia.

Otro cambio significativo es que se prioriza la contratación a término indefinido, eliminando los abusos de los contratos temporales, por obra o por prestación de servicios. Esta medida busca reducir la rotación laboral impuesta para evitar el pago de prestaciones y antigüedad. Además, se formaliza la vinculación de las trabajadoras del hogar y de quienes trabajan en plataformas digitales, como repartidores de aplicaciones. En ambos casos, la reforma exige contratos con acceso a seguridad social y condiciones laborales dignas.

El texto también introduce medidas innovadoras como la licencia remunerada por urgencias menstruales, reconociendo una realidad de salud y justicia de género largamente ignorada por la legislación laboral. Para los estudiantes del SENA, se asegura un contrato de aprendizaje con prestaciones desde la etapa lectiva (70%) hasta la práctica (100%), lo cual busca reducir la explotación de jóvenes en formación.

Lo que no cambia: la informalidad sigue siendo la norma

Aunque estos avances representan una victoria parcial, es necesario mirarlos con un lente crítico. Según cifras del DANE, en Colombia había en 2024 más de 23 millones de personas ocupadas, de las cuales solo 11 millones tienen un empleo formal que se beneficiaría directamente de la reforma. Es decir, la otra mitad queda por fuera. No hay mejora real para quienes trabajan por cuenta propia, en la economía informal, o bajo esquemas de tercerización sin derechos.

En un país donde la informalidad es la norma y no la excepción, el Congreso acaba de aprobar una reforma que no toca la base estructural del problema: el modelo económico neoliberal, primario -exportador, desindustrializado-, que no genera empleo digno ni en cantidad ni en calidad. Como bien ha señalado el movimiento popular, “el Congreso oponiéndose a una tímida reforma laboral es un contrasentido en un país donde escasea el empleo formal, mientras el rebusque se ha vuelto la única forma de subsistencia”.

Incluso si la reforma se aplicara en su totalidad (algo poco probable dada la debilidad institucional y la resistencia empresarial), no cambiaría las causas de la explotación, solo modificaría su forma. En Colombia, como advertía Camilo Torres Restrepo, “hay leyes para todo, pero la aplicación de esas leyes no se hace en virtud del amor al prójimo, sino en virtud del egoísmo del grupo”. Una ley aprobada por el Senado no es garantía de justicia; muchas veces es apenas una cortina de humo para evitar que se hable de lo fundamental.

¿Reforma o revolución?

Camilo también nos dejó una advertencia que hoy retumba con más fuerza:

“Que cada lucha parcial por ventajas inmediatas no pierda de vista el hecho de que la reivindicación total y definitiva obrera, no podrá venir sino como consecuencia de la toma del poder por parte de las mayorías populares”.

Este espíritu revolucionario es el que debe guiar nuestra reflexión. No se trata de negar los avances logrados, sino de no caer en el triunfalismo institucional. Una reforma laboral no puede ser el fin del camino, ni puede hacernos olvidar que el capital seguirá buscando nuevas formas de explotar, segmentar y dividir a la clase trabajadora. La conquista del trabajo digno no puede depender de la buena voluntad de los senadores, sino de la organización popular y de la movilización en las calles, en los barrios, en las fábricas y en las universidades.

El futuro se construye en las calles

Colombia no necesita reformas parciales que maquillen el modelo; necesita un cambio de raíz, un nuevo sistema económico donde el trabajo no sea una mercancía y la riqueza se distribuya de forma equitativa. Necesitamos una economía basada en la vida y no en la ganancia, donde trabajar no signifique sufrir y donde descansar no sea un privilegio.

Es hora de que la clase trabajadora colombiana, junto a desempleados, campesinos, madres, abuelos, jóvenes y niñas, levanten una agenda común por la justicia social y la dignidad humana. No es con paños de agua tibia como se cura una enfermedad estructural. El cambio no vendrá de los senadores ni de los empresarios. Vendrá del pueblo, porque, como decimos en cada rincón de lucha: Solo el pueblo salva al pueblo.


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