COMPARTE

Por: Antony Beltrán, corresponsal de Antorchas.

El espanto que sacudió a la opinión pública la noche del 26 de noviembre en el Ejército Nacional de Colombia —cuando un capitán mató a su pareja, una teniente del mismo cuerpo, para luego suicidarse dentro de un vehículo en el interior del complejo militar del Cantón Norte en Bogotá— es más que una tragedia individual: es una radiografía cruel del machismo estructural, del patriarcado que no respeta rango ni jerarquía, y de un sistema político-militar que protege sus uniformes más que las vidas de las mujeres.

En este país donde, según la Defensoría del Pueblo de Colombia ya van 745 feminicidios en 2024 (44 de ellas niñas y al menos 11 personas trans) —y donde la violencia de pareja, la trata sexual y los abusos contra mujeres se disparan. La violencia patriarcal no discrimina estamentos: ocurre en barrios marginales, pero también dentro de las fuerzas que dicen “defender la soberanía”.
Este caso, tan sórdido como simbólico, desnuda la contradicción de un Estado que arma cuerpos y legitima la violencia institucional, mientras perpetúa el silencio ante la violencia patriarcal dentro de sus filas. La versión oficial, que reduce el asesinato a un “conflicto personal”, es una ofensa: es ignorar décadas de femicidios y violencia de género en nombre de la disciplina militar.

En 2023 se registraron al menos 630 feminicidios en Colombia, casi dos mujeres asesinadas cada día. Pese a la promulgación de la Ley 1761 de 2015 (Ley Rosa Elvira Cely), que declaró al feminicidio como delito autónomo, la violencia machista no cede: las cifras avanzan, la impunidad persiste y las mujeres siguen siendo tratadas como trofeos o errores privados.

Muchas agresiones ocurren al interior de hogares e instituciones —mundos cerrados, controlados, donde el machismo se naturaliza y los cuerpos femeninos siguen siendo territorio de control.

Este asesinato-suicidio revela que incluso aquellos que manejan armas del Estado no están exentos del patriarcado mortal. Es una bofetada a la narrativa de “honor” y “vocación de servicio”: el “servicio” no protege a quienes prometió defender.
La militarización del Estado colombiano —y la exaltación de la violencia como eje estructural de autoridad— no solo sirve para reprimir a la población civil o a los sectores populares: reproduce un patriarcado violento dentro mismo de sus filas. El uniforme no impide la misoginia; la refuerza.

Para que hechos como el del Cantón Norte no sigan poniéndose como estadísticas más, hace falta una transformación profunda —no solo de leyes, sino de estructuras. Algunas propuestas:

Desmilitarización del abordaje de la violencia de género: retirar el monopolio de la “seguridad” institucional del discurso patriarcal y entrenar cuerpos civiles —no sólo uniformados— en perspectiva de género, derechos humanos y acompañamiento integral.

Creación de instancias autónomas de investigación sobre violencia de género al interior de Fuerzas Armadas, con participación de mujeres lideresas sociales, organizaciones feministas y víctimas —para romper el silencio institucional.

Implementación real de políticas públicas de protección y prevención: rutas seguras para mujeres vulnerables, enfoque interseccional (mujeres pobres, negras, indígenas, rurales, trans), refugios, atención psicológica, acompañamiento legal; educación feminista desde la escuela hasta la universidad.

Desmonte del patriarcado estatal y capitalista: transformación social que cuestione la lógica de dominio de género y clase; programas de redistribución de riqueza, fortalecimiento de lo comunitario, solidaridad popular, empoderamiento colectivo.

Participación activa de mujeres y sectores populares en la construcción política: democracia participativa, consejos comunitarios, control social sobre instituciones armadas, educación emancipadora.

El asesinato de la teniente al interior del Cantón Norte no puede verse como un accidente: es una manifestación brutal de un sistema que arma cuerpos para reprimir, pero no protege mujeres; un patriarcado que atraviesa hasta las balas del Estado. Mientras en Colombia los feminicidios se cuentan por centenares cada año —745 solo en 2024 según la Defensoría
Defensoría del Pueblo—, cada asesinato de mujeres ocurre bajo una estructura que atiza el machismo, consagra la impunidad y privilegia el orden militar sobre la vida.

No basta con llorar víctimas: hay que transformar el sistema. Apoyar a los desposeídos, abrir caminos de justicia real, acabar con la violencia patriarcal estructural y construir una nación solidaria —feminista, popular, digna— donde ninguna mujer muera por ser mujer, ni bajo un uniforme, ni en una calle, ni en una casa.


COMPARTE