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Por: Elizabeth García, corresponsal de Antorcha.

El gobierno nacional ha anunciado una medida que ha despertado debate: el fin del subsidio al diésel para vehículos particulares, diplomáticos y oficiales. La decisión, que mantiene el beneficio solo para el transporte de carga y sectores esenciales, busca corregir lo que el propio Ministerio de Minas y Energía ha calificado como una “injusticia social y fiscal”. Durante años, este subsidio fue presentado como una ayuda general, pero en realidad funcionó como un privilegio para los sectores más ricos del país.

Los datos son claros. Según cifras oficiales, el 10% más rico de la población concentraba el 27,3% de los beneficios del subsidio al diésel, mientras que el 10% más pobre apenas recibía el 2,8%. En otras palabras, quienes tienen camionetas de alta gama y vehículos oficiales se beneficiaban diez veces más que las familias trabajadoras que se movilizan en transporte público o motos con gasolina. Lo que se vendía como una “ayuda” al bolsillo del pueblo, en realidad era un mecanismo de transferencia de recursos estatales hacia los sectores más adinerados.

Esa distorsión no solo alimentó la desigualdad, sino también una enorme deuda: **36,7 billones de pesos** acumulados en el Fondo de Estabilización de Precios de los Combustibles (FEPC). Un agujero fiscal que, como bien señala el ministro Edwin Palma, ha limitado la capacidad del Estado para invertir en programas sociales, salud, educación y en la tan necesaria transición energética. Es decir, el dinero que podría servir para aliviar el hambre, garantizar derechos o fortalecer la soberanía energética, terminó subsidiando el combustible de las élites.

Esta medida representa un paso necesario, aunque todavía insuficiente, para desmontar el entramado de privilegios que sostiene el modelo capitalista colombiano. Un sistema donde el Estado históricamente ha funcionado como garante de los intereses del capital privado, mientras el pueblo debe mendigar por migajas. El subsidio al diésel fue solo una expresión más de esa lógica: socializar las pérdidas y privatizar los beneficios.

Corregir esta política es una cuestión de justicia social. No puede ser que mientras los barrios populares padecen cortes de agua, hambre o falta de transporte digno, los más ricos sigan recibiendo subsidios para mover sus camionetas blindadas. Cada peso que el Estado deje de gastar en estos privilegios debe dirigirse a la inversión social, a las reformas estructurales que permitan construir un país más equitativo. La riqueza de la nación, fruto del trabajo colectivo, no puede seguir concentrándose en pocas manos.

El reto ahora es que esta medida no se quede en el plano fiscal, sino que se convierta en un principio político: que los recursos del pueblo sirvan al pueblo. En un país donde los ricos han gozado siempre del respaldo del Estado, la verdadera transformación pasa por romper con ese pacto de desigualdad. El fin del subsidio al diésel para los poderosos no es un castigo, es apenas un acto de justicia redistributiva, una señal de que es posible empezar a corregir las injusticias que el capitalismo ha convertido en costumbre.


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