
Por: Antony Beltrán, corresponsal de Antorcha.
Cúcuta ha sido convertida por el Estado en un campo de pruebas del horror. La noche del viernes 8 de agosto, en el Callejón García, barrio Los Alpes, una granada fue lanzada al interior de una vivienda, hirió a dos personas y desató un pánico colectivo. A apenas 50 metros, en otra calle, se registró un doble homicidio el día anterior. Se denuncia que los hermanos “Lobos”, aún tras las rejas, continúan impartiendo órdenes criminales bajo la cobertura de la banda “AK-47”. Lo más indignante es que se sospecha que miembros de las fuerzas gubernamentales vendieron estas armas por un precio irrisorio —200 mil pesos—, actuando como mercaderes del horror en un territorio ya devastado.
En lo que va del año, las bandas criminales han lanzado granadas con un solo propósito: imponer terror, extorsionar a comerciantes y perpetuar su poder, sin importar el derramamiento de sangre inocente ni los daños colaterales, como lo evidencian los tres ataques consecutivos con granadas en el centro comercial Alejandría, que dejaron decenas de heridos y grietas sociales irreparables. En lo que va de 2025, Cúcuta ha registrado más de 125 homicidios, lo que representa un aumento significativo comparado con el mismo período del año anterior, cuando se registraron 288 homicidios. Hoy, al menos 20 bandas criminales se disputan los territorios.
Barrios en la Comuna 6, El Callejón García y El Salado se han convertido en zonas de guerra urbana, donde la disputa entre bandas criminales y la indiferencia estatal han dejado a la población civil atrapada en un círculo de violencia sin fin. La alcaldía, encabezada por Jorge Acevedo, ha declarado la alerta máxima y ha desplegado a más de 3.000 policías y 1.200 soldados en las calles. Sin embargo, estas medidas han sido insuficientes para frenar el avance de grupos como Los Lobos, AK-47 y La Familia P, que operan con total impunidad y controlan amplias zonas de la ciudad. La respuesta del Estado se limita a operativos esporádicos y a la militarización de la ciudad, sin abordar las causas estructurales de la violencia ni ofrecer soluciones reales a la comunidad. Se confirma una crisis de seguridad y una alianza criminal con miembros de la supuesta autoridad, una mezcla tóxica que dispara el terror en nuestros barrios.
No estamos ante un “vacío institucional”; estamos frente a un Estado-partícipe. Cuando las balas de la muerte llevan sello oficial y los artefactos bélicos son comercializados por uniformados, el pacto social se desintegra. La guerra de bandas en Cúcuta no es solo criminal; es política. Estalla con explosivos en la ciudad, pero también estalla en cada hogar, en cada corazón que reclama dignidad. La podredumbre se ha instalado en barrios y cuarteles por igual, y solo el pueblo organizado puede romper el ciclo de violencia.