
Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha
Una expansión premeditada
En Cúcuta, su área metropolitana y la provincia de Ocaña, crece la preocupación por el fortalecimiento de la estructura paramilitar “Clan del Golfo”. Lo que antes parecía un rumor se ha convertido en una evidencia palpable: estructuras armadas ligadas al paramilitarismo están consolidando su presencia en barrios, veredas y corredores estratégicos del norte de Santander. Diógenes Quintero, representante por la curul de paz del Catatumbo, ha advertido que esta expansión pone en riesgo a las comunidades urbanas y rurales, pues el control armado, económico y territorial que ejercen estas bandas empieza a mostrar sus fatales consecuencias.
Según datos de la Fiscalía, el Clan del Golfo pasó de tres mil hombres en 2020 a más de siete mil en 2024, un crecimiento del 246%. El informe reconoce que las operaciones de la fuerza represiva del estado no han debilitado la estructura paramilitar, sino que ésta se ha adaptado y expandido. El problema no es la falta de capacidad militar, sino la connivencia de los organismos de inteligencia y la instrumentalización policial de estos grupos, usados para controlar territorios, garantizar rentas ilícitas y justificar la militarización del país. A esto se suma la ambigüedad del gobierno de Gustavo Petro, que mientras promete paz, otorga prebendas y abre negociaciones con los mismos paramilitares que ahora se fortalecen.
Paramilitares, un poder útil para la oligarquía
El crecimiento del Clan del Golfo no se entiende sin reconocer su funcionalidad dentro del orden económico y político colombiano. El paramilitarismo no es un actor externo al Estado: es su brazo informal, el mecanismo que la oligarquía ha utilizado históricamente para conservar el poder, silenciar movimientos sociales y controlar economías ilegales que también alimentan la legalidad. En Cúcuta, defensores de derechos humanos denuncian que mujeres víctimas de explotación sexual y trata de personas no se atreven a denunciar por miedo a las represalias de las bandas que dominan los territorios. Esta realidad muestra un Estado ausente en apariencia, pero presente cuando se trata de proteger los intereses de quienes se benefician del negocio.
El presidente Petro ha cometido una afrenta histórica al reconocer al Clan del Golfo como “Ejército Gaitanista de Colombia”. Darle ese nombre a un grupo criminal es un insulto a la memoria de Jorge Eliécer Gaitán, símbolo de la lucha contra la oligarquía y la injusticia. Incluso su hija, Gloria Gaitán, ha criticado esta decisión, recordando que Gaitán jamás avalaría a quienes hoy encarnan la violencia paramilitar. Este gesto revela la contradicción de un gobierno que dice buscar la paz mientras legitima a los verdugos del pueblo.
Paracos, el flagelo nacional a erradicar
El Clan del Golfo no es una banda más, sino la expresión armada del orden oligárquico. Su expansión en Cúcuta, Ocaña y el resto de las ciudades y zonas rurales del país, demuestra que la violencia en Colombia no es una desviación, sino una política sostenida. Los paramilitares sirven para mantener la guerra interna que justifica presupuestos militares, controla comunidades y garantiza rentas ilegales para sectores del poder. La estrategia del Estado, centrada en “dar golpes” sin atacar las causas estructurales —la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades—, solo perpetúa el ciclo de violencia.
Mientras el Estado oligárquico se niegue a enfrentar las raíces del conflicto y continúe usando al paramilitarismo como herramienta de control, Colombia seguirá bajo la sombra de una guerra disfrazada de seguridad. Solo cuando el país rompa con esa simbiosis perversa entre el Estado y el crimen, se podrá hablar con propiedad de paz.