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Por: Valentino Gelvez, corresponsal de Antorcha.

La captura de una mujer venezolana en Cúcuta, señalada de reclutar y obligar a niñas a realizar actos sexuales frente a cámaras en plataformas digitales, volvió a encender las alarmas sobre la explotación infantil en Colombia. El caso también reveló cómo el discurso social se enfoca rápidamente en la nacionalidad de la acusada, dejando en segundo plano un problema estructural que afecta a miles de menores en el país y que trasciende fronteras y banderas.

Según información divulgada por autoridades colombianas, la mujer detenida sería presuntamente la responsable de captar y coaccionar a menores para participar en transmisiones webcam destinadas a un público extranjero. La investigación señala que la implicada ofrecía supuestas oportunidades económicas a familias vulnerables para obtener acceso a las niñas. El procedimiento de captura se llevó a cabo en Cúcuta, ciudad marcada por fuertes flujos migratorios y por una situación socioeconómica compleja. Organizaciones defensoras de derechos de la niñez recordaron que estas redes suelen operar en zonas donde la desigualdad empuja a familias enteras a la desesperación.

Tras la difusión del caso, las redes sociales se llenaron de comentarios criminalizando a migrantes venezolanos como responsables directos del problema de explotación sexual. Este discurso no es nuevo. Desde hace años, una parte del debate público en Colombia convierte la precariedad social en un tema de nacionalidades, en lugar de analizar las raíces económicas, políticas y estructurales de la violencia sexual contra menores. La explotación infantil en Colombia no es importada. Está presente desde hace décadas.

Redes nacionales y locales, muchas veces ligadas a economías ilegales y estructuras criminales internas, han usado a menores para la explotación sexual, laboral y comercial. Las cifras de organizaciones de protección infantil han mostrado repetidamente que los victimarios son mayoritariamente hombres colombianos y que el mercado explotador está en el mismo territorio. La nacionalidad de la agresora no es irrelevante, pero fijar el énfasis solo en ello es una manera de desviar la atención. Significa no asumir responsabilidad colectiva y estatal frente a un crimen que se reproduce en silencio dentro de los propios barrios, escuelas y entornos familiares.

Las plataformas webcam, lejos de ser espacios neutralmente tecnológicos, forman parte de una industria global donde se comercia con la intimidad y el deseo. Cuando esta industria se cruza con pobreza extrema, desplazamiento, violencia y ausencia de oportunidades, los cuerpos de niñas y niños quedan expuestos a múltiples formas de abuso. Combatir estas redes implica no solo capturas individuales. Se necesita desmontar las cadenas económicas, financieras y digitales que permiten que la explotación ocurra. Requiere fortalecer sistemas de protección comunitaria, denunciar a quienes consumen el contenido y garantizar educación y cuidado integral para la infancia.

Este caso no debe alimentar el odio ni la estigmatización. Necesita impulsar respuestas comunitarias y populares de defensa de la vida digna. La alternativa no es la persecución entre pobres, sino la construcción de redes solidarias que protejan a las niñas y garanticen condiciones materiales para sus familias. Cualquier proyecto político que busque una sociedad más justa debe centrar la niñez como prioridad absoluta. Se requieren espacios de organización de base, vigilancia ciudadana y políticas públicas reales que fortalezcan el tejido comunitario. La respuesta más fuerte contra la explotación es la comunidad organizada cuidando a sus hijas e hijos.


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