
Por: Elizabeth García, corresponsal de Antorcha.
En los pliegues más íntimos de nuestras calles y en los talleres clandestinos de la memoria, el feminismo revolucionario ha ido tejiendo una matriz antipatriarcal que no concede respiro al poder establecido. No hablamos de reformismos tibios ni de gestos cosméticos: hablamos de una praxis que articula la lucha por la liberación de los cuerpos con la desarticulación de las estructuras económicas que alimentan la explotación. Desde las mujeres organizadas en barrios populares hasta las colectivas universitarias, la constelación feminista se ha convertido en laboratorio de resistencia y en vanguardia de sentido.
La historia de estas luchas no es lineal ni cómoda. Surge de aprendizajes duros: de redes de cuidado que se montaron cuando el Estado retiró sus manos, de las voces que reclamaron justicia cuando la indiferencia institucional silenciaba femicidios y violencia cotidiana. Ese corpus de experiencia se transforma hoy en teoría viviente —una matriz que reconoce que sin desmontar la acumulación capitalista no hay garantía real para la autonomía de las mujeres, lesbianas, trans y disidencias sexuales; que el patriarcado es un engranaje del orden económico y político que reproduce la precariedad.
En la práctica, el feminismo antipatriarcal ha producido estrategias que desmontan la lógica extractiva: huertas comunitarias que son escuelas de soberanía alimentaria; cooperativas que devuelven al trabajo su dignidad; asambleas barriales que reescriben el significado de seguridad. Cada acción cotidiana —cuidar, organizar, resistir— es también una intervención política que socava la normalidad de la subordinación. El documento de la calle, el testimonio, la memoria compartida: ahí se construye otra pedagogía del deseo, una pedagogía que educa para la emancipación.
No es poesía fácil decirlo: la construcción del socialismo sólo será completa si incorpora la lucha feminista como columna vertebral. Porque el socialismo que se planta sobre las jerarquías de género no es más que otra forma de dominación. Debemos, por tanto, exigir una transformación que sea simultáneamente económica, afectiva, cultural y política. La emancipación integral exige que el trabajo reproductivo sea reconocido y retribuido, que las violencias estructurales sean abordadas como prioridad estatal y comunitaria, y que las decisiones colectivas incluyan la voz de las que históricamente han sido silenciadas.
Esta matriz feminista-antipatriarcal es una invitación insobornable a la unidad de las luchas: obreras, campesinas, estudiantiles, indígenas, trans. Cada sujeto encarna una pieza del rompecabezas revolucionario. Sostener la ecología del cuidado, promover la economía del compartir y arrancar los privilegios de raíz es construir poder popular desde lo cotidiano hasta lo institucional. Así emergen nuevas formas de democracia que no se limitan al voto, sino que transforman las relaciones de poder en lo material y en lo simbólico.
Terminaré con una certeza que no admite veleidades: la liberación de las mujeres y las disidencias no es un complemento del socialismo —es su corazón latiendo. Si queremos un mundo sin explotados ni explotadores, sin opresores ni oprimidas, debemos abrazar un feminismo que sea radical en su diagnóstico y audaz en su praxis. No pedimos permiso, construimos poder; no mendigamos derechos, los tomamos; no negociamos dignidad, la instauramos. Que esta matriz sea la brújula para quienes luchan: la revolución será feminista o no será.
