La infancia bombardeada: el fracaso moral del Estado colombiano y la urgencia de un rumbo político distinto
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Por: Antony Beltrán, corresponsal de Antorcha.

La muerte de 15 menores en recientes bombardeos ejecutados por las fuerzas gubernamentales bajo el gobierno de Gustavo Petro revela, con crudeza, la profundidad de la crisis ética y política del Estado colombiano. Mientras el discurso oficial habla de paz total, la práctica institucional se hunde en los métodos más desgastados de la guerra contrainsurgente: bombardeos indiscriminados, inteligencia fallida y una ceguera histórica frente al drama del reclutamiento forzado en zonas donde el Estado solo aparece para mostrar su fuerza, nunca para garantizar vida digna.

El nombramiento del general Pedro Sánchez como ministro de Defensa —primer militar en ocupar ese cargo en 34 años— no fue un hecho aislado, sino el anuncio silencioso del viraje gubernamental. El giro quedó confirmado con la intensificación de bombardeos en zonas como Guaviare, Amazonas y Arauca, donde bandas paramilitares, especialmente el Estado Mayor Central (EMC) de las disidencias de las FARC. han ampliado su control ante la ausencia sistemática del Estado social.

Los hechos son brutales: adolescentes de 12, 13 o 14 años convertidos en objetivos militares. Niños que antes fueron víctimas del abandono estructural ahora son contabilizados como “bajas” en operaciones aéreas justificadas como ataques de precisión. En nombre de un supuesto cálculo estratégico, se perpetúa el mismo ciclo de dolor, desigualdad y muerte.

Desde una mirada humanista y popular —como la que han sostenido por décadas voces críticas de la insurgencia social— es inaceptable que el país normalice el sacrificio de menores en aras de mostrar “resultados”. Un gobierno que prometió priorizar la vida y abrir caminos de diálogo no puede justificar errores de inteligencia con frases de ocasión ni con excusas tecnocráticas. La responsabilidad ética no se diluye en estadísticas.

Lo que ocurre en los territorios es evidente: las comunidades rurales viven bajo una gobernanza armada por grupos paramilitares que surgió precisamente del abandono estatal y que se han hecho fuertes por el mismo apoyo del Estado. Cuando no hay escuelas, ni hospitales, ni vías, ni tierra para sembrar, las bandas son quienes controlan el territorio, imponen reglas, reclutan y castigan. Allí, la presencia del Estado ha sido históricamente un helicóptero, un retén militar o un operativo violento. Nunca un proyecto integral de vida.

Por eso la solución no está —ni estará— en redoblar bombardeos. La violencia estatal solo fortalece a los poderosos de la oligarquía criolla, quienes viven en connivencia con los verdaderos responsables de esta guerra desigual impuesta a un pueblo que resiste y busca una nueva nación de paz y equidad

La salida es política, no militar. Una paz real requiere:

Soberanía territorial comunitaria: dejar que las comunidades organicen su autogobierno social, productivo y cultural.
Inversión social estratégica: tierra para producir, escuelas vivas, salud digna, economías locales sin dependencia de rentas ilícitas.
Negociaciones serias y verificables: con compromisos claros frente al reclutamiento de menores y garantías reales para transformar los territorios.

La muerte de estos 15 menores no puede quedar reducida a un capítulo más de la guerra. Debe ser el punto de quiebre que obligue al país a reconocer que la violencia institucional también mata, también recluta, también perpetúa el conflicto.
Colombia necesita, con urgencia, un camino distinto: uno donde la vida sea el proyecto político central y donde ningún niño vuelva a ser objetivo militar de nadie.


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