Partamos de tres hechos sabidos: las ciudades son la retaguardia del poder hegemónico, el país se urbanizó en los últimos 30 años y el escenario de la ciudad es hoy testigo de la representación de los múltiples fenómenos creados por la aplicación salvaje del neoliberalismo. Tres cosas ya dichas y analizadas que han traído consigo la búsqueda de respuestas a ellas mismas y de materializar apuestas que vayan en contravía de esas lógicas.
Por ser justamente el lugar donde se preservan y resguardan los valores más preciados del poder e incluso la plataforma de desdoble del capital, en principio la ciudad se cuida e intenta ser blindada, sin embargo y en una relación de la dialéctica conflictiva que encarna el modelo mismo, la exclusión y la carencia en las zonas rurales propició el rompimiento de ese blindaje, siendo las ciudades las grandes receptoras de población que llegaron a modificarla, a construirla de una manera no planificada por «el» Estado.
Modificado el ocupamiento poblacional del país, rápidamente las dinámicas y formas de ser en la ciudad se convirtieron en una cultura. La idea de preservación de la retaguardia creó ciudadelas y centros dentro de las ciudades, por ende mismo, «suburbios», excluidos. Una lógica centro periferia de fuerza centrífuga para mantener a raya sus hijos indeseados portadores de pobreza y problemas.
Sin embargo, siendo el conflicto, la tendencia a la desplanificación y el caos, la naturaleza de las ciudades del subdesarrollo, y habiéndose popularizado, desarrollado una urbanización del país, entendido como la identidad o apropiación de culturas urbanas, incubadas en la ciudad y desplegadas hacia las pequeñas ciudades y múltiples poblados. La dinámica fue ampliar y especializar roles complementarios entre ellos mismos, nuevamente al rededor de un gran centro urbano.
Así las cosas, esta continua lógica de la exclusión que muta y varía en sus formas pero sostiene el objetivo de preservar su núcleo, a su vez genera y erupciona conflictos que solo pueden ser resueltos por la vía de un modelo de ciudad y de país con intereses radicalmente distintos. La ciudad y el campo tendrán que seguir acercándose pero no sobre la funcionalidad de un modelo que los usa y los niega, sino por vía de la complementariedad y reconocimiento de problemáticas comunes, de realidades que los unifica y necesidades que los integran.
Si las fuerzas del poder hegemónico expulsan, las nuestras tendrán que integrar. Si las del capitalismo van hacia afuera, las nuestras tendrán que seguir presionando hacia adentro. Si la propia naturaleza del capitalismo creó el tipo de ciudad que tenemos, desplobó nuestros campos y continua tratando de saquear el subsuelo, es allí donde se encuentren sus máximos representantes donde debe darse la máxima expresión de lucha y confrontación. La dinámica de lucha en la ciudad debe continuar, cada vez de manera mas organizada y capaz.
Así como aquel 4 de julio de 1964, la unión de jóvenes estudiantes urbanos y de campesinos decidió marchar hacia el poblado urbano mas cercano, tomar el pueblo y plantear un manifiesto de transformaciones necesarias para una sociedad distinta. Dicha marcha debe continuar hacia los centros urbanos y pueblos urbanizados.
Así como en julio del 75 la decisión del pueblo organizado fue cercar la ciudad y plantear sus exigencias de manera directa y concreta. Ese pueblo debe seguirse fortaleciendo, complementando y tomando la calle. Tenemos la claridad de lo que vivimos a diario como pobres de este país, del inconformismo, de ese rechazo nuestro de cada día que guardamos y que debe venir el momento de sacarlo afuera y dejarlo forjar trasformaciones.
La revolución será también, hija de la ciudad, engendrada por el capitalismo. Sea pues el mes de julio y nuestra efeméride revolucionaria «una oportunidad para» decirlo.