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Por: Carmen Gómez, corresponsal de Antorcha.

El país vuelve a mirar de frente el rostro de su violencia simbólica. Esta vez, encarnada en una ex aspirante a Señorita Colombia que, con una sonrisa de pasarela, preguntó en un video: “¿Bala para Petro o para Quintero?”. Detrás de la broma —disfrazada de humor, de ligereza— se esconde un reflejo mucho más profundo: la normalización del odio como espectáculo, el discurso político convertido en chisme, la bala convertida en meme.

Laura Gallego Solís, conocida en redes como “Miss Paraca”, protagonizó uno de los episodios más comentados de los últimos días. Junto a dos precandidatos presidenciales, lanzó la “dinámica” de elegir a quién “darle bala”: al presidente Gustavo Petro o al exalcalde Daniel Quintero Calle. Uno de los presentes respondió: “A Quintero”, y ella replicó entre risas: “Pero al menos un cachazo a Petro”. Una frase que, en un país herido por la guerra, suena menos a broma y más a eco de las palabras que durante décadas alimentaron el exterminio de la diferencia política.

Lo que algunos intentaron reducir a una “ocurrencia” o “malentendido” es, en realidad, la expresión de una vieja costumbre: la politiquería envuelta en lentejuelas. Detrás del gesto superficial se asoma la lógica del poder mediático, donde la figura pública no necesita discurso, sino cámara. La farándula se ha vuelto el nuevo escenario de la política tradicional: se vende ideología disfrazada de glamour, se construye odio con filtros y micrófonos. No se trata solo de una candidata, sino de un país en el que el espectáculo suplanta al pensamiento, donde la consigna “dar bala” encuentra eco en la trivialización del asesinato político.

El propio presidente Petro calificó el hecho como “mujer violenta. Cultura de matar la diferencia. Cultura del fascismo”. Y tiene razón. No se trata de un exabrupto individual, sino de un síntoma colectivo: la violencia verbal se volvió entretenimiento, el discurso de odio es parte del menú digital. Cada “like” a un comentario violento es un pequeño disparo simbólico que normaliza la idea de que el adversario político puede ser eliminado, callado, humillado. En los estudios, en los sets, en los reels, se repite una pedagogía de la bala.

Frente a eso, urge construir otro lenguaje político, otra forma de comunicación popular, una que desmonte el espectáculo de la violencia y reivindique la palabra como herramienta de transformación. La resistencia no se expresa con amenazas, sino con conciencia, con organización, con voz colectiva. Es hora de descolonizar la política del show y devolverla al territorio, al barrio, al campo, al aula. La respuesta a la “Miss Paraca” no debe ser el linchamiento mediático, sino la comprensión de por qué en este país tantos aplauden la violencia y tan pocos entienden su raíz.

Hay que desmontar el brillo del odio y sustituirlo por la dignidad de la palabra. Convertir la rabia en conciencia, la indignación en poder popular. Porque mientras el poder siga fabricando reinas que bromean con la muerte, la única corona legítima será la de los pueblos que se levantan a pensar, a construir, a vivir.

“Miss Paraca” no es solo una anécdota viral, es un espejo. Nos muestra el país que fuimos: un país que ríe con la bala, que baila con la violencia, que aplaude el fascismo de pantalla. Pero también es una oportunidad: la de romper el guion, escribir otro relato, hacer de la palabra el arma de los pueblos que ya no quieren callar.


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