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La pandemia que ha tenido lugar en lo que va del 2020, no ha hecho más que develar las miserables contradicciones del funcionamiento del sistema capitalista a lo largo y ancho del planeta. De manera evidente, los países latinoamericanos han estado mucho más expuestos, y más en los meses recientes, a la propagación desmedida del virus y a las consecuencias que de ello se desprenden.

La punta del iceberg la muestran medios televisivos y digitales día tras día. Estos se empecinan en presentar los datos de contagiados y recuperados por día, el aumento o disminución de las cifras en términos cronológicos, la actualidad de la capacidad hospitalaria y la comparación de datos entre países más afectados. La sociedad se expone como una víctima indefensa de un virus amorfo que actúa por voluntad propia, como si ante la avanzada de este no hubiera solución o contención posible.

Lo que escasamente muestran los medios, paradójicamente, son las múltiples expresiones de la crisis que tienen asiento en la cotidianidad del pueblo. La crisis de un sistema de salud precario y que no apunta a la prevención sino a la reacción, pero que así ha sido pensado y construido históricamente por las élites políticas y económicas del país; las formas indignas de contratación laboral y la inestabilidad que ella supone para los y las trabajadoras; los altos índices de informalidad laboral de quiénes salen a rebuscar diariamente el sustento familiar; y la vulnerabilidad de los propietarios de pequeñas empresas y negocios ante cualquier interrupción en su funcionamiento, entre otros aspectos, son la parte del iceberg no visibles para los medios, pero palpables en el diario vivir de la gente.

Estos elementos se condensan materialmente en la capacidad adquisitiva del grueso de la clase trabajadora, a la vez que reflejan la desigual redistribución de la riqueza existente en el país. El hambre durante la pandemia se ha vuelto una constante en múltiples barrios de las ciudades capitales de Colombia. La elección frente a qué necesidades son prioritarias y cuáles pueden “esperar” para ser atendidas (comer vs. estudiar; alimentación vs. pagar arriendo o servicios; gastos en salud vs. gastos en canasta básica, por ejemplo) es la realidad que una parte considerable de la población viene sufriendo desde hace ya varios meses. La situación de violencia de género a la que se ven sometidas miles de mujeres que deben sufrir el encierro con sus agresores o que son responsables de hogares que no tienen como sostener, se ha agudizado en razón de la pandemia.

Frente a esta situación se ha puesto de manifiesto el papel del Estado colombiano y su responsabilidad en el trámite de la misma. Más allá de que pocos países en el mundo se encuentran preparados para afrontar un contexto de semejantes proporciones económicas y sociales, el Estado colombiano ha forjado a lo largo de su existencia estructuras que han propulsado la crisis en sus peores dimensiones, llevándola a extremos de miseria y desigualdad. La desidia y desinterés no solo histórica, sino coyuntural de la clase política colombiana para dar trámite a la crisis es irrefutable, en un momento en el que alrededor del mundo se han despertado cientos de iniciativas solidarias para con los que han sido más golpeados por las consecuencias de la pandemia. El contexto colombiano es tan repudiable, que en los inicios de la coyuntura, algunos comentarios conservadores pusieron sobre la mesa la posibilidad de que las clases populares se abocaran a una situación de caos generalizado propiciando robos e inseguridad, pero con el paso de los meses se ha ido develando (de manera para nada sorprendente) el robo de dineros y apropiación de recursos destinados para ayudas, por parte de élites políticas y burocracias locales a través de la legalización de montos de canastas y productos básicos inflados con mucho de su valor real.

Por otra parte y valerosamente, han surgido iniciativas en su gran mayoría populares que se han volcado desde la ética y la autonomía a la consecución de recursos para ayudar a solventar la crisis de la población más vulnerable. Por todo el país se han realizado innumerables recolectas para conseguir mercados para los más necesitados. Sin embargo es claro que estas propuestas, aunque valiosas desde todo punto de vista, especialmente para las personas que son beneficiarias de ellas, presentan limitaciones propias del alcance que puedan llegar a tener en relación a la cantidad de personas que las necesitan, y de la imposibilidad de extenderse durante los tiempos de cuarentena necesarios para intentar contener la propagación del virus.

Lo anterior demuestra la urgencia de trascender estas experiencias a propuestas de más largo alcance y aliento, que planifiquen economías populares que no dependan del Estado ni de las miserables ayudas que desde allí se destinan y que luego son apropiadas descaradamente por las cadenas burocráticas. Además, es necesario que estas iniciativas puedan ir más allá del aporte individual que se ancla en el altruismo individualista, y puedan llegar a constituir espacios de organización y acción mucho más amplios y en diferentes perspectivas. La organización en términos sociales, económicos, políticos, entre otros, para suplir las diferentes necesidades del pueblo, es esencial. Apuntar a la despaternalización de un Estado criminal, y a una acción política desde la autonomía, es vital.

Ahora bien, solventar la contradicción de demandar al Estado (seguridad, alimentación) aún conociendo su capacidad represiva y de dominación, y su desidia para con los intereses del pueblo, es una tarea aún por resolver. Aspectos como un sistema de salud digno, y una legislación laboral que no pisotee a las y los trabajadores, hacen parte de la constante lucha y contradicciones a las que un sin fin de organizaciones que llevan a cabo su lucha desde la legalidad, en el marco de las leyes de un Estado social de derecho, se ven sometidas día tras día. Pues es bien sabido que el Estado es un escenario en donde se condensan múltiples fuerzas políticas en disputa, pero en la que no puede negarse el papel preponderante de las élites políticas y económicas tradicionales. Los sectores alternativos y populares, aunque han logrado conseguir algunos lugares e importantes reivindicaciones en el marco de esta lucha, aún no ocupan un papel determinante.

En este sentido el Estado continúa siendo esencialmente un instrumento de dominación, y es la contradicción principal a la que se ven sometidas cientos de organizaciones sociales, populares, comunitarias y de derechos humanos que continúan demandando al Estado en múltiples sentidos, confrontando con la idea de que desde allí, es donde se ha agenciado y perpetuado la situación de miseria. No obstante, la mayor contradicción que representa este postulado es que las organizaciones que dan su lucha desde el ámbito legal respetan las reglas establecidas, mientras que la clase política colombiana pasa sistemáticamente por encima de ellas, emplea las fuerzas militares a su antojo, desconoce las decisiones surgidas de la división de poderes, y se lucra haciendo trampas constantes al orden vigente. Las máximas liberales que ellos mismos han construido ni siquiera son respetadas en este juego político, lo cuál justifica cada vez con más fuerza la desmantelación y transformación del orden vigente y de quiénes lo han patrocinado.

No se puede seguir pasando por alto en el análisis y en la acción que al Estado colombiano no le interesa la situación de quiénes viven en la economía informal, porque precisamente a ello ha llevado a gran parte del pueblo. Así como tampoco destinará su atención a resolver la situación de las mujeres mucho más vulnerables por el contexto de la pandemia, porque no es un tema prioritario en su agenda. Mucho menos se ocupará de la situación de hambre que se vive en las barriadas populares de las ciudades colombianas porque esta población solo es funcional a la dinámica de las clases dirigentes cuando se presentan elecciones. Esto es una realidad, y es ahí donde agenciar la lucha en el marco de la autonomía y en confrontación directa y frontal al Estado colombiano, es la opción a desarrollar con más fuerza para trascender a formas de organizar la vida política y económica radicalmente diferentes.

Por: José Vásquez Posada


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