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Amnistía viene de Amnesia que significa olvidar, la insurgencia revolucionaria no pide olvidar las razones de su alzamiento en armas, por el contrario cultiva la memoria histórica y reivindica junto a muchos que no debe haber ni perdón ni olvido para crímenes contra el pueblo y la humanidad.

Debe recogerse el concepto de Amnistía que se desarrolló en siglos pasados y hasta hace unas décadas considerando la naturaleza de los delitos políticos, es decir las acciones altruistas contra el orden injusto existente, motivadas por la transformación y el mejoramiento de una sociedad hacia el avance de derechos, cometidas por grupos armados de oposición contra el Estado y las élites; con esta Amnistía un Estado olvidaba parcialmente los delitos políticos y dejaba de aplicar penas por esas acciones político-militares cometidas por organizaciones insurrectas.

Era normal y absolutamente legítimo esperar esas amnistías para permitir diálogos y entendimiento entre partes enfrentadas o para crear condiciones propicias a procesos de reconciliación entre un Estado y sus enemigos políticos; sin embargo, hubo situaciones en las que la amnistía no se concedió para quienes confrontaban un régimen autoritario y excluyente, sino para beneficiar a ambos bandos: tanto quienes habían ejercido la resistencia como también a favor de quienes habían defendido estructuras de injusticia, tal fue el caso de España en 1977 con una ley tan nefasta que hoy día, en 2021, la ONU dice que debe ser derogada, por haber servido para la impunidad de crímenes de lesa humanidad.

Esa negativa experiencia española quebrantó la importante lección que con alcance universal se había instituido en la misma Europa treinta años antes, en 1945 y 1946 con los Juicios de Núremberg en los que no podía ni olvidarse ni perdonarse a los nazis responsables de Genocidio, mereciendo algunos penas drásticas como la horca; a partir de esa funesta medida en España algunos regímenes que disfrazaban sus dictaduras copiaron esa combinación, para aprovecharse y aumentar la impunidad existente respecto de los actos de violencia perpetrada por sus escuadrones oficiales o paraestatales.

En Colombia con la asesoría gringa y europea no sólo en la doctrina militar y policial sino en la gemela doctrina jurídica, a comienzos de los años ochenta el Estado dejó de exponerse a perder credibilidad en juicios políticos realizados por militares (Consejos de Guerra) y se fijó un primer objetivo retorcido: la deformación o destrucción del concepto histórico del delito político, como delito complejo y con conexidades llamándolo preferentemente terrorismo, para desacreditar ya no caso por caso sino sistemática y normativamente a los guerrilleros, tildándoles de enemigos irracionales de la sociedad.

Para ese objetivo estratégico se usaron diferentes medios en etapas complementarias, en el Gobierno Turbay (1978-1982) se aplicó el Estatuto de Seguridad que facilitó torturas a miles de presos políticos y castigó la protesta social asimilada como atentado al Estado; en el de Betancur (1982-1986), se expidió la Ley 35 de 1982 de amnistía, que produjo la salida de la cárcel de gran parte de los rebeldes, muchos de los cuales fueron asesinados poco después, mientras reiniciaban el paramilitarismo y proliferaban las desapariciones forzadas, en ese período se intentó un frustrado proceso de paz con las FARC y el M-19, iniciativa que se concretó con este último grupo y otras guerrillas en los siguientes Gobiernos de Barco (1986-1990) y Gaviria (1990-1994), aplicándose amnistías recortadas siempre y cuando se pactara su desarme, desmovilización y reinserción.

A la par de esa destrucción paulatina de la rebelión el Estado orientó su segundo fin siniestro: hizo dominante el interés de las élites de usar instrumentos referidos a los delitos políticos para ser aplicados no al insurgente sino al narcoparamilitar contrainsurgente.

Uribe propuso en 2005 que se tratara como autores de “sedición” a los ejércitos narcoparamilitares que él mismo ayudó a estructurar, para que obtuvieran beneficios jurídicos hasta ese momento únicamente válidos para las organizaciones alzadas en armas contra el régimen, y no para quienes lo defienden mediante el terror; entre 2006 y 2007 hubo Sentencias de la Corte Constitucional y de la Corte Suprema, que establecieron que era inaceptable afirmar “que las bandas de los grupos paramilitares actuaron con fines altruistas cuando ejecutaron graves acciones lesivas a los bienes jurídicos penales más importantes”.

Con esa conclusión y otras de algunos jueces y por veredictos del Sistema Interamericano en relación con otros países que habían expedido normas de autoamnistía, la intención de Uribe fue parcialmente bloqueada, mucho más cuando quedó claro por la firma del Estatuto de Roma (adoptado en 1998 y en vigencia desde 2002) que dio vida a la Corte Penal Internacional (CPI), el rechazo de la amnistía para los delitos que son competencia de ese órgano internacional, como los Crímenes de Guerra y los de Lesa Humanidad, cometidos mayoritariamente por el Estado y sus paramilitares, no así los delitos políticos llevados a cabo por la insurgencia que están fuera del alcance de las funciones de la CPI.

Reproducida en los charcos de sangre tras las matanzas y descuartizamientos de La Violencia desde 1946 y tras el magnicidio de Gaitán en 1948, las clases dominantes se acostumbraron a la impunidad, de esta forma cerró esa etapa de crueldad y abrió otra en 1956-1957 con el Frente Nacional al pactar que los jerarcas de los partidos responsables de esa carnicería serían intocables y que no habría justicia.

Es lo que acaba de hacer Álvaro Uribe y sus vástagos, así como una parte todavía muy poderosa de la más rancia derecha, que proponen lo que necesitan, que sus crímenes caigan en el olvido pues saben que ya la evidencia es abultada y piden por eso que haya “borrón y cuenta nueva”, con lo que abren un debate en el cual políticos de centro consideran que sí debe pensarse una iniciativa que genere un ambiente de reconciliación.

Hay que recordar que la propuesta de Uribe es inviable no sólo por prohibición constitucional sino por vigencia de Tratados Internacionales como el que incorpora el ya mencionado Estatuto de Roma; para hacerla viable el régimen tendría que hacer cambios de fondo en sus normas constitucionales y legales y renunciar a ser parte de esos pactos interestatales.

Para el Ejército de Liberación Nacional la juridicidad estatal no nos es válida, tanto que precisamente la atacamos y desconocemos abiertamente, para nosotros es válida la de las comunidades en lucha, la nuestra y los principios internacionales de derecho progresista, por ello estamos en rebelión contra ese orden que sojuzga a la clase popular y permite que las oligarquías y sus agentes queden impunes y laven una vez más sus conquistas de tierra arrasada, sus fortunas obtenidas del saqueo, la explotación y el despojo.

Nuestra lucha contra ese orden jurídico estatal no supone que seamos ajenos a tratar sobre la amnistía y frente a cualquier medida que implique impunidad del terrorismo de Estado, de la corrupción, el narcotráfico y el blanqueo de capitales como es lo propuesto por Uribe.

Ante la degradación continua e inducida en la realidad de violencias múltiples que vive el país, de masacres, desplazamiento, amenazas y despojo que afectan a la población más pobre, es razonable pensar que existan fórmulas de disuasión y sometimiento acordado de todas las estructuras delincuenciales, que están guiadas y articuladas por los negocios del narcotráfico y otras actividades económicas organizadas en carteles o mafias, en primer lugar el desmonte de las que están directamente al servicio de clanes políticos y del poder económico transnacional y nacional.

Cualquier tratamiento penal en ese sentido no puede ser bajo concepto alguno de amnistía como si esos hechos fueran delitos políticos, frente a los cuales sí es posible desistir del todo de la persecución penal; por el contrario, la sociedad tiene derecho a saber a fondo quiénes, por qué razones y cómo se han enriquecido con base en el sufrimiento y la miseria de amplios sectores de la población.

Honramos compromisos como el ‘Acuerdo de Diálogos para la Paz de Colombia entre el Gobierno Nacional y el Ejército de Liberación Nacional’, firmado en Caracas en marzo de 2016, que en el punto Cuarto sobre Víctimas, dice: “en la construcción de una paz estable y duradera, es esencial el reconocimiento a las víctimas y a sus derechos, así como el tratamiento y la resolución a su situación con base en la verdad, la justicia, la reparación, los compromisos de no repetición y el no olvido. El conjunto de estos elementos fundamentan el perdón y proyectan el proceso de reconciliación”.

En el Quinto precisa que “el objetivo de este punto es ponerle fin al conflicto armado para erradicar la violencia en la política y propiciar el tránsito del ELN a la política legal, para lo cual se abordarán [entre otros] los siguientes puntos: definición de la situación jurídica del ELN y sus integrantes, tratar la privación de libertad de los miembros del ELN procesados o condenados”.

También somos conscientes de lo dispuesto en el artículo 6.5 del Protocolo Adicional II de 1977 adicional a los Convenios de Ginebra, que autoriza que “a la cesación de las hostilidades, las autoridades en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado”.

Por ahora el ELN ni pide ni espera ningún tipo de amnistía, ni acepta condición alguna, solo acogerá lo que está firmado y lo que surja como acuerdo de un proceso de diálogos.


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