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Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha.

El rugido de los helicópteros sobre las favelas de Río de Janeiro marcó el inicio de una nueva tragedia latinoamericana. Más de 130 personas fueron asesinadas durante un operativo policial contra el Comando Vermelho, la organización criminal más antigua y poderosa de Brasil. Las imágenes —cuerpos apilados, madres llorando entre las callejuelas del Complexo do Alemão y la Penha— han estremecido al continente y reavivado una vieja herida: la del Estado que dispara primero y pregunta después.

El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, horrorizado por la magnitud del operativo, reconoció que su gobierno no fue informado de la acción emprendida por la gobernación de Río, dirigida por Cláudio Castro, un político de la derecha más dura y cercana al bolsonarismo. Esa falta de coordinación no es un detalle burocrático, revela la pugna entre dos concepciones de país. De un lado, quienes piensan que la violencia institucional es el camino para imponer “orden”. Del otro, quienes aún creen que los problemas sociales no se resuelven con metralla.

Según la Defensoría Pública, el operativo bautizado como “Contención” superó incluso el número de víctimas de la masacre de Carandirú, en 1992. La historia se repite con nombres distintos y el mismo guion, la del enemigo interno, los barrios pobres convertidos en zonas de guerra, el aplauso fácil a la “mano dura”. Como en la Operación Orión en Medellín, la justificación oficial fue “recuperar el territorio” de la delincuencia. Pero, al final, la mayoría de las víctimas fueron jóvenes, trabajadores informales, vecinos que quedaron atrapados en el fuego cruzado de un Estado que actúa como ejército de ocupación.

Lula, presionado por la crisis, promulgó poco después una nueva ley para reforzar la lucha contra el crimen organizado, endureciendo penas y ampliando la protección y regularización de los cuerpos de seguridad. Sin embargo, la pregunta que flota en el aire es otra: ¿cuánta sangre más se necesita para sostener una política que no ataca las raíces de la violencia, sino que la multiplica? ¿Hasta cuándo se justificará la masacre con el argumento de “combatir al narcotráfico”?

Porque detrás de los números fríos hay un drama humano y político; jóvenes empobrecidos reclutados por las bandas, comunidades sometidas por la ausencia del Estado, y una policía militar entrenada para exterminar, no para proteger. Brasil vuelve a ser espejo de un continente donde la desigualdad es más letal que las balas.

La solución a esta espiral no está en la brutalidad policial ni en los discursos de guerra interna. Está en transformar las condiciones que empujan a miles de jóvenes hacia la ilegalidad, educación, empleo, dignidad, justicia social. De lo contrario, cada favela, cada barrio popular, seguirá siendo escenario de nuevas “operaciones de limpieza” que solo dejan más muerte y resentimiento.

Lo ocurrido en Río exige vigilancia y memoria. Puede tratarse de un golpe contra el crimen organizado o de una de las peores violaciones de derechos humanos en la historia reciente de Brasil, eso aún está por saberse. Pero una cosa es cierta, cuando el Estado se parece demasiado a los criminales que dice combatir, la nación entera está en peligro.


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