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Si hay una constante en el mundo, es la política exterior de Estados Unidos.

Independiente de quién sea el inquilino de turno de la Casa Blanca, la política exterior del imperio gravita sobre los mismos intereses. Hay variaciones tácticas: una veces usa un “poder suave”, en otras ocasiones usan un poder más duro, a veces negocia con el adversario (como lo ha hecho con Cuba, Irán y la insurgencia colombiana) y en otras va al asalto escalonado, como lo hace actualmente con Venezuela. Es iluso pensar que, al llegar un presidente, pueda darse un cambio en la política exterior.

Obama que ganó las elecciones con un discurso anti-guerrerista, sostuvo 7 guerras durante su mandato. De igual manera, la retórica electoral de Trump, apuntaba hacia un proteccionismo nacionalista, y a un distanciamiento del intervencionismo militar en tierras foráneas. Pero los hechos, son obstinados, pues sigue la ocupación de Irak y Afganistán, así como las guerras en Siria y Yemen.

La reciente gira de Trump por el Medio Oriente confirma la continuidad de la política exterior de Washington, de irrestricta alianza con Israel, legitimando la ocupación y colonización ilegal de tierras palestinas; la alianza con la corrupta monarquía de Arabia Saudita, manteniendo el negocio de armas por petróleo y dólares; la enemistad contra Irán, sosteniendo que es una amenaza para la región y el mundo, además de ser inspirador del “terrorismo mundial”.

La política exterior de Washington la define el Pentágono, y la política del Pentágono la define la industria militar, la elite más poderosa de los Estados Unidos. Madeleine Albright, cuando fue Secretaria de Estado durante el segundo gobierno de Bill Clinton, dijo que:
“Antes el Departamento de Estado fijaba la política exterior y el Pentágono la respaldaba con la fuerza disuasiva de sus armas. Ahora es éste quien la determina, y a los diplomáticos nos cabe la misión de explicarla y de lograr que otros gobiernos nos acompañen en nuestra tarea”.

Esto quiere decir que las guerras seguirán siendo la herramienta predilecta para el sostenimiento de la hegemonía imperial.

La frontera norte de Colombia son los Estados Unidos, y el reciente encuentro en Santos y Trump lo reafirmó. En esa reunión se trazaron planes para la región, incluyendo el papel que le corresponde jugar a Colombia en una intervención militar directa en Venezuela. Igualmente, se reiteró la colaboración de los EEUU en la lucha anti-drogas, que no ha sido más que un pretexto para militarizar al país y la región. Hay que recordar que desde el año 2000, los EE.UU. entregaron 10 mil millones de dólares en asistencia militar a Colombia, por vía del mal llamado Plan Colombia, ahora rebautizado Paz Colombia.

Es el premio que recibe el régimen colombiano por su labor pacificadora con la insurgencia. Otro premio que recibió Santos -inclusive más importante que el Premio Nobel de la Paz-, fue ser incluido en el club de la OTAN, el aparato guerrerista más grande del mundo.

Colombia seguirá siendo vital para los planes de recomposición imperial y restauración conservadora en la región; por esto Trump reafirma el rol geoestratégico de Colombia, como base política y militar de la contrarrevolución continental.

El actual asalto imperial viene camuflado de negociaciones, sean con Irán, con Cuba o con la guerrilla colombiana. Se trata de una táctica para mermar la resistencia de los pueblos enfrentados con el imperialismo. Por tanto, a los pueblos nos corresponde no bajar la guardia y afianzar nuestras respectivas resistencias, articulando las luchas entre sí, pues nadie enfrenta solo a la bestia imperial.


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