
Por: Cristina Fernández, corresponsal de Antorcha Estéreo.
En los primeros quince días de junio de 2025, en la ciudad de Cúcuta, 15 mujeres fueron asesinadas por razones de género. Un feminicidio por día. Esa cifra por sí sola debería estremecer a cualquier sociedad. Pero en Colombia, donde la violencia patriarcal ya es parte del paisaje cotidiano, la noticia apenas sacude algunos medios locales y se esfuma entre comunicados tibios del Estado. En realidad, lo de Cúcuta no es una excepción: es la regla.
Y es que cuando decimos que en Colombia se vive una guerra contra la organización popular, no es metáfora. Es literal. Y las mujeres no están exentas. Solo entre enero y abril de este año se registraron 123 feminicidios, 79 tentativas de feminicidio y 3.804 delitos sexuales, según el Observatorio de Feminicidios Colombia. De esos delitos sexuales, más de 2.000 tuvieron como víctimas a niñas y adolescentes. También se reportaron 104 casos de violencia sexual contra mujeres de la comunidad OSIEGD-LB (Orientación Sexual, Identidad y Expresión de Género Diverso- Lesbianas y Bisexuales). A la par, la violencia intrafamiliar alcanzó los 5.307 casos solo en los primeros tres meses del año.
Pero estos números no emergen de la nada. En 2024, Colombia cerró con 886 feminicidios, 671 tentativas de feminicidio, 29 transfeminicidios y 14.973 mujeres víctimas de delitos sexuales, de las cuales 8.500 eran niñas y adolescentes. A eso se suman los 15.757 casos de violencia física, psicológica o económica contra mujeres y niñas. No es una tendencia. Es una constante.
La impunidad como norma, la vida como excepción
¿Qué hace el Estado? Mira hacia otro lado. Ajusta presupuestos, emite comunicados y se lava las manos con campañas de “prevención” vacías. La justicia no llega, las cifras crecen, y en los barrios, las mujeres siguen organizando redes de apoyo para sobrevivir. Porque acá no se trata de cuántos botones de pánico se distribuyen, sino de cuántas vidas se pierden por la indiferencia institucional.
Cúcuta es hoy una postal siniestra del presente colombiano: militarización del territorio, frontera caliente, pobreza extrema, narcotráfico y un Estado que no protege ni garantiza. Pero también es una ciudad con mujeres organizadas, que, a pesar del miedo, del dolor y de la soledad, se acompañan. Porque si el sistema nos quiere solas, tristes y calladas, el feminismo popular nos encuentra juntas, rabiosas y de pie.
El feminismo popular: una trinchera contra el feminicidio
No es casual que la avanzada feminicida crezca en los territorios donde las mujeres populares se están organizando. Es castigo, es disciplinamiento, es terrorismo patriarcal. Pero también es la confirmación de que el enemigo sabe dónde se está gestando la verdadera transformación: en los barrios, en las ollas comunitarias, en los círculos de mujeres, en las casas refugio autogestionadas, en las redes de sororidad que sostienen la vida cuando todo se desmorona.
El feminismo liberal y burgués, con sus discursos de empoderamiento individual y sus cargos en el Senado, no tiene nada para ofrecerle a las mujeres que hoy entierran a sus hijas, hermanas o vecinas. Lo único que puede frenar esta masacre es la construcción de un feminismo revolucionario, profundamente anticapitalista, que entienda que el feminicidio no es una cuestión de género solamente, sino de clase.
Porque el patriarcado no actúa solo: se alía con el capital, con la propiedad privada, con la miseria y con la guerra. Y solo se lo puede combatir desde un proyecto de poder popular, donde las mujeres sean protagonistas del cambio y no solo víctimas de las estadísticas. Y es que, como dijo Lenin: “El proletariado no puede alcanzar su plena liberación sin conquistar la liberación completa de la mujer.”. No hay revolución sin nosotras. No hay pueblo libre si sus mujeres siguen siendo asesinadas.
Organizar la rabia para no seguir contando muertas
Como enseñan las compañeras mapuche, las zapatistas, las mujeres negras del Cauca, las de los asentamientos de Medellín o los barrios populares de Buenos Aires, el feminismo es una lucha por la vida. Pero no por cualquier vida: por una vida digna, libre y colectiva. Y para eso hay que romper con todo: con el orden patriarcal, con el Estado burgués, con la justicia misógina, con las iglesias que promueven la obediencia y la culpa.
Hay que golpear donde duele: en la raíz del sistema. Porque no se trata de pedir permiso ni de esperar reformas. Se trata de alzar la voz, de irrumpir, de desobedecer, de ocupar. De hacer de cada duelo una asamblea, de cada marcha una barricada, de cada compañera asesinada un motivo más para seguir luchando.
Cúcuta llora a sus 15 hermanas asesinadas. Pero también se organiza. Que la rabia no nos paralice. Que el dolor se convierta en acción. Que el feminismo no sea solo resistencia, sino ofensiva. Porque ya no podemos permitirnos contar más muertas. Porque vivas nos queremos, y organizadas nos tenemos.