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Efraín Torres

Colombia está hecha de dolor, exclusión, pobreza e injusticia. Al pueblo le roban su trabajo, su libertad y su vida para que unos pocos, y bien pocos que si son, puedan tener una vida tranquila. Como pasa en las cárceles, donde los pobres deben ir a purgar sus penas por ser pobres mientras los ricos siguen robando a la nación, regalando los recursos naturales a las multinacionales y despojando a los ciudadanos de sus derechos más elementales.

De Washington llegó a Bogotá, a principios de este siglo, la orden de modernizar el sistema carcelario colombiano aplicando el modelo norteamericano. La Nueva Cultura Carcelaria le llamaron: un gran complejo industrial carcelario que introduce el Plan Colombia para fabricar castigos más eficaces que puedan neutralizar la inconformidad de los pobres y disciplinar a una sociedad a la que no le está permitido soñar con una vida decente. Como era de esperarse, la imposición de este modelo cualificó los mecanismos de terror del Estado, como la tortura, al tiempo que intensificó la privación de la libertad para alimentar un negocio altamente rentable. No es una coincidencia que el alcalde de Bogotá esté insistiendo, nuevamente, en ampliar la cobertura carcelaria en la capital del país. Ampliación que se realizaría, eso ya se sabe, con recursos privados: mega-cárceles para encerrar a más pobres y enriquecer más a los ricos. Nada nuevo. Y como la cárcel es un buen negocio y la educación pública no, Peñalosa no tienen ningún problema en que la Universidad Distrital se caiga a pedazos mientras se levanten más muros y se instalen más cercas para reprimir al pueblo.

Peñalosa arremete contra todos y los presos no son la excepción. Mientras en las cárceles de Bogotá, administradas por el INPEC, hay más de 22.000 personas hacinadas y malnutridas viviendo en la miseria, el burgomaestre se reúne con el Ministro de Justicia para proyectar la construcción de proyectos de infraestructura carcelaria porque según él, la ciudad no cuenta con suficientes cárceles. Como el régimen cuenta con buenas técnicas para invisibilizar los problemas sociales, el asunto se descarta fácilmente como un problema técnico que se soluciona con más cupos. Por eso se hundió el proyecto de ley 148 de 2016 para deshacinar y humanizar el sistema carcelario en el país. Un proyecto que contó con la participación de la población carcelaria (presos y familiares) y con el apoyo de más de 11.000 firmas. Pero es ingenuo pensar que el régimen le dará la bienvenida a estos cambios. Primero, porque el Gobierno es un lacayo del imperialismo norteamericano, con el que ha acordado implementar políticas penales y penitenciarias para privatizar y militarizar las cárceles; y segundo, porque las cárceles son una gran fortaleza de corrupción y tortura. En las cárceles de Bogotá, como en las del resto del país, los mandos altos y medios del INPEC están involucrados en redes mafiosas y de corrupción, en muchos casos articulados con grupos narco-paramilitares.

En la Mesa de Quito hemos insistido en la necesidad de que el problema carcelario sea abordado sin eufemismos y con verdadera voluntad. Pero el Gobierno sigue obstinadamente los mandatos imperialistas: en lugar de escuchar al pueblo, acude a militares, a empresarios y a asesores de desarrollo extranjeros para mejorar los dispositivos de castigo, ampliar la infraestructura de encierro y mejorar los dispositivos de vigilancia.

Como decía Maria Tila Uribe luego de pasar cuatro años en prisión política, “En las cárceles está nuestro pueblo y un pedazo de nuestro país”, y son ellos y ellas quienes deben ser escuchados. Y para ser escuchado ese pueblo entre muros se está organizando para defender sus derechos y su dignidad. La guerra del Estado y el capital contra el pueblo colombiano está en escalada: avanza con la retórica de la paz, pero obstaculiza cualquier apuesta que pueda generar cambios transformadores en beneficio de las mayorías. Por eso la cárcel es una trinchera de lucha popular. Y si el hacinamiento, la corrupción, la privatización y la tortura son la ley, la movilización, las huelgas y la denuncia son la justicia.

Hay que agitar las banderas de la justicia y la dignidad contra la Nueva Cultura Carcelaria, el imperialismo y la militarización de la vida. Como dijo nuestro Comandante en Jefe, Camilo Torres Restrepo, “el pueblo colombiano debe comprender que que la minoría que hoy tiene el poder, no nos lo va a entregar sin defenderlo”. Por eso la lucha de los presos es la lucha del pueblo por el poder, la paz y la libertad.


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