
Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha
La reciente declaración del enviado estadounidense Thomas Barrack —quien equiparó al Daesh con movimientos legítimos de resistencia como Hamas, Hizbullah e incluso con la Guardia Revolucionaria de Irán— no es un desliz diplomático ni un error semántico. Es la confirmación de una estrategia histórica: la manipulación conceptual como arma política. El episodio, registrado esta semana y presentado como un supuesto “punto de inflexión” para Siria y Medio Oriente, pretende instalar la idea de que la resistencia de los pueblos es equivalente al terrorismo más brutal. Una narrativa que Washington ha usado por décadas para justificar intervenciones, sanciones y tutelas imperiales.
Lo que ocurre en Siria es el mismo libreto aplicado en América Latina, en África y en Asia. La táctica consiste en deslegitimar toda expresión de resistencia popular para presentarla ante el mundo como una amenaza para la “paz”, ese eufemismo con el que Estados Unidos suele encubrir sus intereses geopolíticos y económicos. Al reducir a un mismo molde a Daesh y a movimientos que defienden la autodeterminación, Washington no solo borra las profundas diferencias políticas, históricas y morales entre unos y otros; además, intenta imponer quién tiene derecho a rebelarse y quién no.
En Colombia conocemos muy bien esta estrategia. Desde hace décadas, EEUU insiste en equiparar a nuestra guerrilla del ELN con carteles del narcotráfico y con estructuras paramilitares que ellos mismos han financiado, entrenado o tolerado bajo la doctrina contrainsurgente. La causa política, social y económica que explica la existencia de la insurgencia es deliberadamente ocultada para reemplazarla por una etiqueta funcional: “terrorismo”. Así se simplifica el conflicto, se fabrican enemigos absolutos y se justifica cualquier intervención.
El mecanismo no ha cambiado. Esta misma lógica se evidenció recientemente cuando Estados Unidos decidió incluir al presidente Gustavo Petro en la Lista Clinton, una herramienta de chantaje utilizada históricamente para presionar gobiernos que no se alinean con su agenda. No es casualidad que figuras realmente involucradas en esquemas de lavado, tráfico o autoritarismo —particularmente en las monarquías del Golfo, aliados tradicionales de Washington— no aparezcan jamás en esa lista. Pero Petro sí: por razones políticas, no judiciales. Por osar desafiar el consenso neoliberal, promover la integración latinoamericana y cuestionar abiertamente el intervencionismo imperial.
Detrás de estas decisiones no hay una defensa genuina de la seguridad mundial, lo que hay es un esfuerzo sistemático por imponer un relato único: todo movimiento que se oponga a los intereses de EEUU debe ser asociado con el crimen organizado o con el terrorismo global. Y todo actor que colabore con Washington —aunque cometa atrocidades o viole derechos elementales— será absuelto, invisibilizado o incluso presentado como garante de estabilidad.
Esta doble moral busca algo más profundo: borrar el derecho de los pueblos a resistir. Al fusionar en una sola categoría a quienes luchan por la autodeterminación y a quienes practican el terror indiscriminado, el imperialismo intenta despojar de legitimidad moral a las causas justas, demonizar cualquier alternativa emancipadora y asegurar que su dominio geopolítico permanezca incuestionado.
La resistencia de los pueblos —en Palestina, en Líbano, en Siria, en Colombia— no es terrorismo. Es la expresión histórica de quienes se niegan a aceptar la opresión como destino. Y ningún discurso imperial, por poderoso que sea, podrá convertir esa lucha en crimen. Porque lo que está en disputa no es solo el lenguaje: es la verdad, la dignidad y el derecho a luchar por un mundo nuevo.
