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Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha.

El abuso y la violencia policial en Colombia son hechos que constituyen un patrón histórico, profundamente arraigado en una doctrina que entiende la autoridad como licencia para agredir, controlar y reprimir. Al igual que el paramilitarismo y a la par de este, la Policía ha impactado negativamente a la sociedad colombiana durante décadas, dejando a su paso dolor, indignación y episodios que han marcado la memoria colectiva. Así se evidenció con los asesinatos de Dilan Cruz en noviembre de 2019 en medio del Paro Nacional y Javier Ordóñez el 9 de septiembre de 2020, hechos que desencadenaron movilizaciones masivas contra una institución que se ha vuelto sinónimo de abuso, arbitrariedad y terror.

Y como si la historia se empeñara en repetirse, el 9 de septiembre de este año, cuando Colombia revive la memoria de Javier Ordoñez, el país volvió a despertar con nuevos episodios de brutalidad policial. Y mientras la historia se repite, la sensación de impunidad se mantiene intacta. Más recientemente, el feminicidio ocurrido el 26 de noviembre de 2025 en el cuartel militar del Cantón Norte de Bogotá —donde el capitán Pablo Masmela asesinó a la subteniente María Mora antes de quitarse la vida— volvió a mostrar la violencia machista y patriarcal que anida en esta fuerza represiva. Así como maltratan ciudadanos en las calles, maltratan también puertas adentro a los suyos.

Estos hechos son muestras de una cultura violenta dentro de la policía, en la que los niños, las mujeres, los jóvenes empobrecidos, los vendedores informales, los manifestantes y los sectores populares en general se convierten en víctimas constantes de agentes que se asumen dueños de las calles, amos del territorio y enemigos de cualquier forma de protesta.

Cifras que revelan el problema

Según los reveladores datos recopilados por la ONG Temblores, que sin embargo no abarcan la totalidad de los casos, pues en su mayoría no son denunciados, solo en 2024, se registraron 109 hechos de violencia policial con al menos 144 víctimas. Entre estas agresiones, destacan:

  • 10 casos de violencia homicida

  • 91 casos de violencia física

  • 3 casos de violencia sexual

  • 26 hechos de violencia por discriminación

  • 36 casos de detención arbitraria

  • 48 casos de hostigamiento

  • 5 casos de tortura

La protesta social sigue siendo uno de los contextos más peligrosos: el 24,8% de los casos ocurrieron en manifestaciones, revelando que la represión sigue siendo el mecanismo privilegiado ante el disenso.

En 2023, el panorama fue aún peor: 187 casos, con 268 víctimas, 22 hechos homicidas, 140 agresiones físicas y 6 de violencia sexual.

Por otra parte, entre 2020 y 2024, Medicina Legal registró 602 muertes en centros penitenciarios, de las cuales 325 fueron violentas. Estas instalaciones son administradas por la Policía, lo que evidencia la gravedad del maltrato institucional en espacios donde el Estado tiene control total de la vida y la integridad de las personas.

A estas cifras se suman los casos del último mes: golpizas filmadas en Bogotá, abusos sexuales dentro de comandos en Pasto, destituciones por agresiones gravísimas, torturas en Manizales y muertes de reclusos en Funza. La lista es interminable.

Una institución que actúa como banda

El catálogo de violencias policiales es amplio y sistemático: uso excesivo de la fuerza; detenciones ilegales; perfilamiento político, racial o de género; tortura; violencias sexuales; homicidios; procedimientos irregulares; fabricación de pruebas; manipulación de testigos; agresiones a defensores de derechos humanos; consumo de alcohol en servicio; robo; mentir bajo juramento; extorsiones y malos tratos en centros de detención. No se trata de “manzanas podridas”: estamos ante prácticas estructurales, propias de un mecanismo que opera como una red criminal articulada y encubridora.

Parte del problema radica en su naturaleza militarizada. A diferencia de otros países, la Policía en Colombia depende del Ministerio de Defensa, hecho que reproduce la lógica del enemigo interno y convierte a cualquier persona en objetivo. Cuando se denuncian abusos, la respuesta oficial es siempre la misma, negar, justificar o convertirlo en un caso aislado. Es una institución juzgada por sí misma, como un ladrón investigando un hurto.

El discurso de “transformación” propuesto por el actual gobierno —incluida la política de “Seguridad Humana”— ha sido insuficiente. Aunque se cambió el nombre del ESMAD a UNDMO, los métodos, la doctrina y la violencia persisten. Mientras tanto, líderes sociales, defensores de derechos humanos y manifestantes continúan siendo agredidos.

Conclusión

Los sucesos aquí expuestos muestran un patrón claro, la Policía es criminal y evade su responsabilidad, insiste en hablar de casos aislados y mantiene una desproporción evidente en el uso de la fuerza. El uso de las armas por parte de este aparato represivo, se ha vuelto, como todas las instituciones del estado oligarca colombiano, ilegitimo. Las investigaciones avanzan con lentitud desesperante, hasta desembocar en la impunidad.

Como advierte un informe reciente de varias organizaciones defensoras de derechos humanos, la Policía en Colombia comete delitos de manera sistemática, no se trata de fallas individuales, sino de problemas estructurales, culturales y doctrinales que normalizan la corrupción, la discriminación, la violencia y el crimen, prácticas que van desde la corrupción hasta la tortura, el homicidio y la violencia sexual.

La policía y el estado deben cambiar profundamente, cambiar la doctrina, el modelo de policía, la formación, la carrera y los mecanismos de control. Sobre este tipo de instituciones debe existir una supervisión social rigurosa, con transparencia y un compromiso con los derechos humanos. Mientras esto no ocurra, la violencia policial seguirá siendo una herida abierta en Colombia, una herida que el pueblo no aguanta mas y que no ha dejado —ni dejará— de denunciar y confrontar.


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