
Por: Orlando Cienfuegos, corresponsal de Antorcha.
Desde hace décadas, el sionismo ha operado bajo una narrativa de victimismo permanente, que justifica lo injustificable: la limpieza étnica del pueblo palestino. Hoy, esa retórica se convierte nuevamente en masacre. Hace unos días, el gobierno de Benjamin Netanyahu aprobó la ocupación militar total de la Franja de Gaza. El plan no solo busca el desarme de Hamás, sino la sumisión total del pueblo palestino, mediante una estrategia que recuerda los oscuros días del nazismo. Israel ya controla el 75% del territorio, y ahora se alista para tomarse lo poco que queda. Lo hace mientras impone hambre, asedio y desplazamiento forzado a una población que ya ha perdido casi todo.
Detrás de esta avanzada militar no hay solo cálculo estratégico. Hay una política sistemática de exterminio. Con 60.000 soldados de reserva convocados y un millón de palestinos forzados a desplazarse al sur, Israel reedita lo que en Europa del siglo XX se conoció como la «solución final». Netanyahu no lo dice abiertamente, pero los hechos lo confirman: Gaza es el nuevo gueto, cercado por muros, bombardeado día y noche, y privado de alimentos, agua, medicinas y combustible. Las cifras son escalofriantes: más de 61 mil muertos, casi 200 por desnutrición —la mayoría, niños— y hospitales al borde del colapso. La ONU advierte de consecuencias catastróficas. Pero Israel, escudado en el mito de su seguridad, avanza con impunidad.
El paralelismo con la Alemania nazi no es una exageración: es una necesidad para comprender el horror. Así como Hitler cercó y privó de alimentos al pueblo judío en los ghettos de Varsovia y Lodz, Netanyahu repite la fórmula con el pueblo palestino. Gaza es una prisión a cielo abierto, donde se castiga colectivamente a una población civil por el simple hecho de existir. Y mientras el mundo debate tibias resoluciones, las bombas siguen cayendo, la ayuda es entregada bajo fuego, y los niños mueren sin pan ni refugio. Lo que ocurre no es un «conflicto», es un genocidio.
Detrás de este plan siniestro hay también intereses políticos. Netanyahu enfrenta juicios por corrupción y una creciente división interna. La guerra le ha dado la excusa perfecta para mantenerse en el poder, apelar al miedo y consolidar su alianza con los sectores más ultraderechistas de Israel. No le importa la vida de los rehenes ni la de los palestinos. Le importa el poder, y está dispuesto a sacrificar miles de vidas para conservarlo. Así actúan los fascistas: en nombre del orden, siembran la muerte.
Pero este genocidio no es responsabilidad exclusiva de Netanyahu ni del sionismo israelí. También lo es de quienes callan, de quienes financian y de quienes se lavan las manos con discursos vacíos. Estados Unidos, Alemania, la Unión Europea: todos han sido cómplices. Todos han sostenido al Estado ocupante, incluso cuando la evidencia del crimen es irrefutable. Incluso cuando los niños mueren de hambre ante las cámaras.
El pueblo palestino resiste. Como lo ha hecho por más de 75 años. En medio de los escombros, entre ruinas y sangre, aún hay dignidad. Pero esa dignidad no basta para detener las bombas. Se necesita acciones colectivas. Se necesita que los pueblos del mundo se levanten, que los movimientos sociales, los sindicatos, los gobiernos progresistas y revolucionarios condenen, boicoteen y enfrenten al sionismo con decisión y sin medias tintas.
Porque ya no se trata de advertencias ni de comunicados. Se trata de impedir, con hechos, que se repita un nuevo Holocausto ante nuestros ojos. Palestina debe ser un territorio libre, soberano, donde convivan judíos y árabes en armonía, sin muros ni ocupación. Un territorio donde la vida venza a la muerte, donde la resistencia y la dignidad prevalezca sobre el fascismo.