En la década de 1980, en medio de la crisis política que por entonces vivió el país se forjó una interpretación que ganó un alto nivel de consenso. La Nación desbordaba al Estado, o de otro modo, buena parte de la vida social se desarrollaba al margen, cuando no en contra, de las instituciones estatales. En este divorcio radicaba la principal causa de la crisis. Para superarla era preciso que el Estado y la Nación se encontraran. Se planteó que por dos vías era viable superar el divorcio: la descentralización y la participación ciudadana.
Mediante la descentralización, el Estado se acercaba a las comunidades para escuchar las necesidades de la gente y adoptar las respuestas adecuadas. Se esperaba que la elección popular de alcaldes y la autonomía política y fiscal del municipio permitirían esta aproximación.
Por la participación se buscaba involucrar a la ciudadanía en la gestión del Estado. Fue el concepto de la democracia participativa que se introdujo en la Constitución de 1991. La participación política trascendía la elección de gobernantes y representantes y adoptaba mecanismos de democracia directa como plebiscitos, referendos, cabildos abiertos, revocatorias de mandatos, iniciativas legislativas. Otra dimensión era la social que implicaba el fortalecimiento de las organizaciones sociales y de su protagonismo de modo que la ciudadanía pudiera expresar sus intereses y pugnar por su realización.
Lo cierto es que estas tareas le quedaron grandes al establecimiento. La descentralización se tornó una quimera. Todavía se eligen los alcaldes, pero la autonomía municipal es promesa incumplida. Los municipios se quedaron con las obligaciones que les asignó la reforma descentralizadora, pero se les vienen negando los recursos para responder a ellas, pues se recortaron las transferencias y para repartir mejor la “mermelada” se centralizaron las regalías asignándolas a través de tecnicismos engorrosos y opacos. Hoy resulta urgente otra reforma municipal democratizadora, porque los municipios están otra vez en serias dificultades y siendo la célula base del orden estatal, si están débiles o enfermos es el Estado el que está débil o enfermo.
Suerte parecida ha corrido la democracia participativa. Los mecanismos de participación política se reglamentaron de tal manera que se hizo extremadamente difícil ejercitarlos. Pero es más, el modelo económico que se nos impone y la democracia no se llevan bien. Desde planeación se deciden grandes programas de desarrollo sin consultar a los municipios ni a las comunidades, disponiendo desde arriba y desde afuera los recursos de las comunidades.
Las revocatorias se han convertido en un mecanismo para exigir que los gobernantes, que mandanten a favor del pueblo y no de los intereses privados. Ya es alto el volumen de firmas para impulsar la revocatoria; Sin embargo, se han sacado de la manga el procedimiento de que deben sustentarse ante el Consejo Electoral, las razones por las cuales se pretende revocar al mandatario y, de que los magistrados declaren válidos los argumentos. Como si la libertad de expresión dependiera de un sistema, que esta desprestigiado y deslegitimado, producto de los altos niveles de corrupción que aquejan al estado en su conjunto.
Ya llevamos más de dos siglos en los que los poderosos de este país han pretendido erigir una democracia sin pueblo. La minoría gobernante se ha erigido en la encarnación de la Nación y, ha decidido que el Estado les pertenece por derecho propio y sólo existe para su enriquecimiento. El pueblo sólo cuenta para validar sus dictados en elecciones formales, en las que por estos días la conciencia se transa por cincuenta mil pesos. Erradicar esta noción patrimonial del Estado es condición para una efectiva democratización de la política. Pero que las élites la abandonen es tanto como esperar que el guayabo dé plátanos.
La democracia participativa es una conquista popular escrita con sangre, que la gente no va a entregar de buenas a primeras. No se podrá expulsar al pueblo de la escena política, ni se podrá delegar la participación en los expertos nacionales o extranjeros, por ilustres que parezcan, ni podrá acotársela a escenarios o temas de manera arbitraria.
El anuncio realizado por las delegaciones del gobierno y el ELN el pasado 13 de octubre, a través del cual se da la partida a la participación ciudadana en los diálogos de paz en curso, constituyen un avance y una oportunidad, para que la sociedad opine, participe y aporte insumos que permitan diseñar un modelo de participación social incluyente y vinculante, que contribuya a la conquista de los cambios básicos urgentes, que requiere el país para alcanzar una paz con justicia y equidad social. En suma, las audiencias preparatorias son un primer paso en la marcha de nuestro pueblo, hacia la recuperación de su rol protagónico en nuestra historia.