Acción directa para desmontar el negocio de las fotomultas
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Por: Claudia Henao, corresponsal de Antorcha.

En los últimos años, las ciudades colombianas se han llenado de cámaras de fotomultas instaladas bajo el discurso de “proteger la vida” y “mejorar la movilidad”. Sin embargo, para la mayoría de pobladores urbanos estas cámaras son otra expresión del abuso institucional, una política que castiga, vigila y recauda, mientras la infraestructura vial sigue en ruinas, el transporte público es insuficiente y la vida diaria se hace cada vez más difícil para el pueblo trabajador. Lejos de resolver los problemas de tránsito, las fotomultas se han convertido en un negocio redondo para contratistas privados, élites locales y funcionarios que encuentran en la sanción una fuente constante de ingresos.

Un sistema que recauda más de lo que resuelve

Las administraciones locales suelen presentar estas cámaras como una herramienta técnica y neutral, pero los datos de diferentes ciudades muestran otro patrón: año tras año crece el número de comparendos, y aun así no se ve una disminución proporcional en los accidentes, la congestión o la inseguridad vial. Las cifras de recaudo, por el contrario, sí aumentan sostenidamente.

En la capital, Bogotá, las cámaras de fotodetección operan masivamente. En 2024 se impusieron más de 510.000 comparendos por estos dispositivos, generando ingresos para la ciudad por cerca de 125.000 millones de pesos. Aun así, ese año la cifra de accidentes viales —según denuncias— no solo no bajó, sino que se reportaron más siniestros que en 2023.

A su vez, se ha cuestionado la validez legal de muchas de estas cámaras. En 2025 se denunció que cerca de 98 dispositivos en Bogotá funcionan sin autorización vigente, lo que pone en entredicho miles de comparendos. A nivel nacional el problema es aún mayor: según un informe reciente de la Agencia Nacional de Seguridad Vial (ANSV), más de 500 cámaras operan sin aval, lo que representa más de la mitad de los dispositivos instalados en el país.

Esto demuestra que el objetivo real del sistema no es la prevención, sino la extracción sistemática de dinero a miles de colombianos, especialmente de los sectores populares, quienes terminan pagando por errores que muchas veces se producen en vías mal diseñadas, con señalización deficiente, límites de velocidad arbitrarios y para completar, múltiples cámaras operan sin claridad legal o sin estudios técnicos, lo que deriva en comparendos dudosos que recargan aún más la desconfianza hacia las instituciones de tránsito.

La política policiva disfrazada de “pedagogía”

Mientras el Estado colombiano habla de “cultura ciudadana”, lo que aplican es control policial: cámaras que vigilan, comparendos automáticos, multas desproporcionadas y una lógica punitiva que pone al pueblo bajo sospecha permanente.

Esta visión represiva parte de un supuesto falso, que los problemas de movilidad se deben a la “mala conducta” de los conductores, y no a la falta crónica de inversión pública. Así, el Estado descarga la responsabilidad en los individuos y evita discutir lo esencial:

* el colapso del transporte público,
* la desigualdad territorial en las periferias,
* la malla vial deteriorada,
* la ausencia de planificación urbana real,
* y la incapacidad institucional para garantizar un tránsito seguro sin recurrir al castigo.

Las fotomultas funcionan entonces como una herramienta de disciplinamiento social, donde la autoridad se legitima mediante el miedo a la sanción y no mediante la construcción colectiva de soluciones.

La inconformidad con las fotomultas no es un capricho, es una protesta legítima frente a un sistema injusto y desigual que además criminaliza a quien no puede pagar. En los barrios populares, las cámaras suelen instalarse en zonas donde las vías están en mal estado o donde el transporte público es insuficiente, convirtiendo a la población en blanco fácil de este negocio.

De esta indignación nace la necesidad de organización popular. La gente tiene derecho a cuestionar, fiscalizar y enfrentar políticas que se han impuesto sin consulta, sin participación y sin demostrar beneficios. Cada vez son más las organizaciones sociales, sindicatos y procesos comunitarios que exigen el desmonte (o destrucción) inmediato de las cámaras de fotodetección y que reclaman alternativas basadas en inversión social, infraestructura y gestión comunitaria de la movilidad.

En un país donde las decisiones se toman a espaldas del pueblo y en favor de contratistas privados, la acción directa y la protesta organizada se vuelven herramientas legítimas para defender el derecho a una ciudad justa. Desde plantones en puntos de fotomultas, campañas pedagógicas populares, asambleas barriales y veedurías comunitarias, hasta movilizaciones que exijan públicamente desmontar estas cámaras, la ciudadanía puede construir un poder social que no dependa del permiso institucional.

La historia demuestra que las políticas abusivas no se caen solas: se caen cuando la gente se organiza, actúa y presiona hasta hacerlas insostenibles o, en su caso, tumbarlas y explotarlas, como lo hemos venido haciendo desde el Ejercito de Liberación Nacional (ELN).

Las fotomultas no son una medida de seguridad ni una política moderna de movilidad: son un negocio disfrazado de norma, un mecanismo de vigilancia y castigo que recauda millones mientras la infraestructura pública se hunde en el abandono, al mejor estilo neoliberal. Lejos de resolver los problemas de tránsito, profundizan la desigualdad y legitiman un modelo policivo que mira al ciudadano como infractor antes que como sujeto de derechos.

La tarea es clara: deslegitimar estas políticas, desmontar el negocio y fortalecer la organización popular para construir ciudades al servicio de quienes las habitan y no al servicio de quienes lucran con su control. Porque solo el pueblo organizado podrá tirar abajo las cámaras, las políticas injustas y el modelo que las sostiene.


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