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El pasado mes de julio, más de 90 personas, entre excombatientes y familiares de las FARC, se vieron obligados a desplazarse forzosamente del Espacio Territorial de Reincorporación y Capacitación (ETCR) de Ituango, a otra zona en el municipio de Mutatá, debido al asedio paramilitar que se vive en el lugar donde estuvieron asentados desde la firma del acuerdo. Este, no configura para nada un hecho aislado en la coyuntura del posacuerdo y la realidad de los exguerrilleros. Desde la promulgación del acuerdo hasta septiembre de 2020, han sido asesinados más de 225 firmantes del mismo, sin contar con los que han sido amenazados, han sufrido algún tipo de atentado o agresión, o han enfrentando condiciones de seguridad adversas producto de la falta de garantías que se supone debía brindar el Estado.

Para nadie es un secreto que los acuerdos pactados entre las FARC y el Estado colombiano se han quedado descaradamente en el papel, especialmente en lo que a los compromisos asumidos por el Estado refieren. Las FARC se concentraron, entregaron sus armas, se constituyeron como partido político legal, y a pesar de las múltiples dificultades que en este camino han tenido, han procurado acogerse a las normas de la institucionalidad para la participación política, y han seguido lo pactado para su reintegración a la “vida civil” acogiéndose al mecanismo de Justicia Especial para la Paz pactado en La Habana.

No obstante, los puntos del Acuerdo que para su ejecución dependen en gran medida de la voluntad de las clases dirigentes aferradas al poder durante décadas, aún no avanzan. A la sustitución de cultivos se le ha antepuesto la erradicación forzada, con las implicaciones sociales, económicas y ambientales que esto trae para las comunidades rurales. Los espacios de participación a las víctimas se negaron y las curules que habían sido acordadas para ellas fueron inhabilitadas. Según los diferentes informes de veeduría de la implementación, la reforma rural integral y los puntos que no tienen que ver con la entrega de las armas se encuentran en un porcentaje de cumplimiento irrisorio. Y finalmente, uno de los aspectos más complejos, es que la seguridad de excombatientes y sus familiares está en entredicho desde la firma del acuerdo sin que soplen vientos de cambio en el panorama.

En este punto de la historia colombiana, no es para nada sorprendente que el Estado incumpla sistemáticamente los acuerdos que pacta con el pueblo. A una gran movilización y logros conseguidos por medio de acuerdos le suele seguir otra movilización algún tiempo después exigiendo el cumplimiento de lo pactado; esa ha sido la dinámica de movimientos sindicales, estudiantiles, indígenas, entre otros, durante décadas. Particularmente con el pueblo en armas, las clases dirigentes han sido fiel a su postura de pasar por alto los acuerdos elaborados eliminando a quienes en su momento escogieron la lucha armada para conseguir las transformaciones.

En 1957 fue asesinado en Bogotá Guadalupe Salcedo, quien fuera líder de las guerrillas del Llano, y partícipe del proceso de pacificación que se vivió en la región durante el gobierno de Rojas Pinilla. Salcedo denunció el incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno y la escasa presencia del Estado en la región. Producto de los acuerdos entre el gobierno de Belisario Betancur y las FARC en la década de los 80, surgió la Unión Patriótica. Varios miles de sus militantes fueron asesinados, incluyendo dos candidatos presidenciales, que promulgaban el discurso de la paz y que no provenían de la tradición guerrillera: Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa. La misma suerte corrió Carlos Pizarro Leongómez, asesinado un mes y medio después de desmovilizarse con el M19 y quién era el candidato presidencial del partido político creado por la entonces guerrilla. La actualidad de los excombatientes de FARC sigue esta misma línea histórica.

Esta perspectiva asumida por las élites dominantes en Colombia, implica la negación de los pactado en el marco del sistema liberal, y demuestra su resistencia a crear una apertura democrática en el que la violencia pueda sacarse de la política. Incluso, esta actitud de las élites ha sido tan sistemática, que varios de los comandantes paramilitares de las AUC fueron extraditados a Estados Unidos (a pesar de que así no había sido pactado) con el objetivo de evitar que muchos de ellos involucraran en sus narrativas a las élites políticas y económicas que los crearon y promocionaron durante años.

Más allá de ello, el incumplimiento por parte del Estado de los acuerdos con los grupos guerrilleros cuenta con sus propias particularidades que pueden ser leídas en tres aspectos: la primera de ellas refiere a la falta de garantías para la seguridad y la vida de los excombatientes que ante la desprotección que implica la entrega de sus armas, quedan expuestos ante el asedio de paramilitares y fuerza pública, y son sistemáticamente eliminados. La segunda se relaciona con el incumplimiento de lo pactado en términos sociales y políticos, en el que los puntos que benefician a las comunidades no tienen mayor avance y permiten perpetuar las desigualdades históricas del país, haciendo un nulo esfuerzo en la superación de las causas del conflicto. La tercera, es la presencia del Estado en los territorios de conflicto y la disputa que se teje sobre ellos. Frente a ello, es claro que el Estado realiza una presencia selectiva, en el que copar los territorios a través del accionar de paramilitares, también ha sido una opción tomada por las clases dominantes para el control de los mismos. La Fuerza Pública actúa en connivencia con ellos, y cuando realiza una presencia en los territorios, tampoco es garantía de seguridad para comunidades y excombatientes, pues ya hay un largo historial de que el Ejército, principalmente, ha sido protagonista en el asesinato de excombatientes. Los programas sociales, el acompañamiento a los procesos productivos, educativos, y las apuestas por la salud y la conexión de los territorios alejados no aparecen como puntos prioritarios en la agenda del Estado en estas zonas.

Lo que ha quedado demostrado hasta ahora, pero que aún requiere de un análisis más profundo, es que la negociación entre el gobierno y las FARC, y lo que se ha presentado hasta la actualidad, ha favorecido al control de las clases dominantes sobre los territorios, principalmente a través del accionar paramilitar, y reproduciendo las condiciones de desigualdad y miseria que se viven en los mismos. La oleada más reciente de masacres cometidas en diversas zonas del país, en donde el terror de las muertes masivas e indiscriminadas vuelven a estar presentes, son una de las muestras más contundentes de ello. El asesinato de excombatientes y líderes y lideresas sociales sin ningún tipo de reacción por parte del gobierno colombiano, demuestran la estrategia de control territorial que las élites han puesto en marcha para su conveniencia, a través de nuevas formas de accionar paramilitar, que difieren en su forma, pero no en su esencia, del accionar que desarrollaron las AUC. El posacuerdo ha sido, sin lugar a dudas, una fase de fortalecimiento de las clases dominantes en Colombia.

Utilizar una negociación para fortalecerse política y militarmente no es algo nuevo en el repertorio de las clases dominantes. Vale la pena recordar que mientras el gobierno colombiano negociaba con las FARC en el Caguán, las AUC se expandían bajo la orientación de las clases dominantes a través de masacres por gran parte del territorio nacional, configurando una guerra directa contra el pueblo. De igual forma, en este mismo período se abrieron las bases para la puesta en marcha del Plan Colombia, que implicó un despliegue de apoyo económico y militar, y la modernización de las Fuerzas Militares para el desarrollo de la guerra bajo la excusa de mitigar el narcotráfico. Una lógica de fondo muy similar parece darse de nuevo a partir del más reciente acuerdo entre las FARC y el Estado colombiano.

Tal vez es momento de poner el punto de análisis en la nueva fase que abrió la negociación y el posacuerdo, y que ha llevado a continuar con el derramamiento de sangre del pueblo colombiano. A todas estas, es necesario preguntarse entonces por la voluntad real que tienen las clases dominantes del país de propiciar condiciones de cambio democráticas reales y por las garantías que tiene una guerrilla para entablar un proceso de negociación sin el aniquilamiento después de entregar sus armas, que a todas luces, siguen siendo la única garantía de seguridad y de accionar político revolucionario. Acciones en este sentido son urgentes en el panorama nacional si se habla de negociación y de sacar definitivamente la violencia de la política.

Por: José Vásquez Posada


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