Por: Carmelo Misas
Estamos en crisis, aunque a veces no lo parezca. Los portavoces del capital han intentado incorporar en el conjunto de la sociedad la falsa idea de que esta es una “nueva normalidad”. Pero no lo es. Cientos de pequeños negocios cerrando, la informalidad al tope y un desempleo feroz son signos de que ni siquiera el más precario capitalismo puede sostenerse por mucho tiempo en estas condiciones. La crisis que la Covid-19 ha desatado no es una “nueva normalidad”, es un colapso de la vieja normalidad capitalista que no ha encontrado un punto de apoyo para renovar pactos con los sectores empobrecidos de Colombia y el resto del mundo.
Pero no se puede cantar victoria tan fácilmente. Las crisis son un momento de singularidad muy propio del mundo capitalista. Un laboratorio de ensayo y error para dotar de la vitalidad que, por momentos, le hace falta al sistema. Buena parte de las características del capitalismo contemporáneo se deben a los arreglos proyectados por las últimas grandes crisis globales. De ninguna forma una crisis debe ser interpretada como un síntoma de derrumbamiento “natural” del capitalismo o de sus formas de opresión. Si algo nos han enseñado las crisis es a observar la elasticidad con la que los resortes del capital resisten a las contradicciones que día a día se le presentan.
Colombia, a pesar de todo, no ha sido un ejemplo muy claro de reflexión y militancia al calor de la crisis. La oligarquía ha logrado construir un país que, en contraste con la dimensión política, lleva su economía con relativa estabilidad. Como decía un dirigente empresarial “el país va mal, pero la economía va bien”. Y a diferencia de lo vivido en Argentina, Estados Unidos o Europa occidental, la economía colombiana no ha sentido con la misma fuerza los terremotos monetarios del siglo XXI. La nuestra es una situación permanentemente dramática para las mayorías y, paradójicamente, tremendamente cómoda para las minorías acaudaladas.
Pero las medidas de respuesta al virus por parte del establecimiento sí que han impactado al país. Según los mismos datos de la oficialidad, este año se registró la peor contracción económica de la historia reciente. Palabras más, palabras menos, una caída del 16% en el PIB si miramos los primeros meses del Covid en el país. ¿Qué significa esto? Precariedad, empobrecimiento y sufrimiento para los sectores populares. No es cierto que hayan privilegiado la vida sobre la economía, tal y como tampoco es cierto que cuando a los ricos les va bien a los empobrecidos nos mejora la vida. En realidad, cuando el barco se hunde los ricos alquilan salvavidas y nosotros somos los primeros en tragar agua.
Para la muestra un botón: los sectores más afectados en el transcurso de este año han sido “arte, entretenimiento y otros servicios”, “comercio” y “construcción”. Pero las políticas de la llamada “reactivación económica” han buscado reestablecer las ganancias del gran empresariado de cada sector, en lugar de aliviar la crítica situación económica de las masas populares que hacían vida en cada uno de estos agregados económicos. Dicho de otro modo, los esfuerzos del gobierno uribista se han centrado en salvar el dinero de las enormes industrias culturales, los grandes comerciantes y las constructoras e inmobiliarias, y no en asegurar las condiciones básicas de artistas y espacios culturales populares, o de trabajadores de la construcción, los servicios y el comercio.
La situación para los de abajo es mucho más compleja cuando lo que está en cuestión es el mercado global en formas mucho más perceptibles. Si bien hoy es imposible pensar una “economía colombiana” pura y aislada, en sectores como las minas y la manufactura es prácticamente imposible no considerar el capitalismo como un sistema global. Si bien estos últimos han contado con el apoyo gubernamental, la baja demanda global ha impedido que despeguen nuevamente. Dos décadas de políticas neoliberales han hecho al país incapaz de asimilar productos que, de alguna forma, podrían poner en marcha políticas y soberanías populares basadas en el trabajo y la asociación de las gentes.
Como resultado de todo esto, el desempleo ha llegado a un máximo histórico de un 25% menos de fuerza de trabajo empleada. El establecimiento es culpable de años y años de destrucción de nuestras capacidades para sostener la vida con nuestro trabajo, los ricos ni siquiera pueden ofrecernos el mínimo empleo y hasta los sectores medios ven en peligro los modestos privilegios que el capital les ha concedido. Tantas necesidades y, al mismo tiempo, tantos brazos inmovilizados debería ser considerado un crimen. La rebelión es el castigo que las mayorías populares deberíamos ejercer contra el establecimiento. Con todo en nuestra contra, el poder popular, el autogobierno y la autogestión del pueblo es la única salida para las y los revolucionarios. Sabemos que el gobierno de Iván Duque no ve en esta crisis una ventana de oportunidad hacia políticas económicas que fomenten el empleo digno, la producción nacional o la soberanía alimentaria. Por eso toda crisis es una partida que se gana o se pierde, y en este tablero todavía nada está dicho.
Las intenciones del uribismo son claras. Su agenda para salir de la crisis se limita a: 1) trasladar la opinión pública hacia escándalos en la rama judicial, 2) ofrecer carne envenenada a los empobrecidos mediante una paupérrima asistencia monetaria, y 3) evitar a toda costa que se pongan en cuestión los pilares del capitalismo colombiano (salud privatizada, educación costosa, extractivismo como fuente de divisas y la creciente importación de productos que podrían ser producidos por el campesinado). Pero de una crisis no se puede salir tal y como se entró a ella, las condiciones no serán las mismas y la idea misma de una reactivación, por más exitosa que sea, dejará a miles de personas por fuera de la economía formal… Las cartas están echadas, nuestro deber es insurgir.